Edgar Allan
Poe
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Cuento publicado en 1842. Para los que no la conocen, #martesdecuentos es una iniciativa para divulgar los clásicos de la literatura universal a través del blogueo de cuentos, fragmentos o extractos de obras. Algunos han sido intervenidos con un formato corto o un título ficticio.
Hacía
tiempo que la Muerte Roja devastaba el país. Nunca hubo peste tan mortífera ni
tan horrible. La sangre era su emblema y su sello, el rojo horror de la sangre.
Se sentían dolores agudos y un vértigo repentino, y luego los poros exudaban
abundante sangre, hasta acabar en la muerte.
Las manchas
escarlatas en el cuerpo, y sobre todo en el rostro de la víctima, eran el
estigma de la peste que apartaban al enfermo de toda ayuda y compasión de sus
congéneres. En media hora se cumplía todo el proceso: síntomas, evolución y
término de la enfermedad.
Pero el
príncipe Próspero era intrépido, feliz y sagaz. Con sus dominios ya medio
despoblados, llamó un día a su presencia a un millar de amigos sanos y joviales
de entre las damas y caballeros de su corte, y con ellos se recluyó en el
apartado retiro de una de sus abadías amuralladas. Era un conjunto de edificios
amplio y magnífico, concebido por el gusto excéntrico, aunque majestuoso, del
propio príncipe. Lo rodeaba una alta y sólida muralla. La muralla tenía
portones de hierro. Una vez dentro los cortesanos, se trajeron fraguas y
enormes martillos y se soldaron los cerrojos. Decidieron que no hubiese modo
alguno de entrar o salir, si alguien de pronto se dajaba llevar por la
desesperación o la locura. Había abundancia de provisiones. Con tales
precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo de fuera
se ocupase de sí mismo. Había bufones, había trovadores, había bailarinas,
había músicos, había belleza, había vino. Dentro había todo eso, y también seguridad.
Fuera estaba la Muerte Roja.
Fue hacia
el final del quinto o sexto mes de su encierro, y mientras la peste se cebaba
con furia en el exterior, cuando el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos
un baile de máscaras de rara vistosidad.
Aquel baile
fue un espectáculo voluptuoso. Pero permítaseme hablar primero de los salones
en que se celebró. Eran siete: todo un ámbito imperial. Hay muchos palacios,
sin embargo, en los que salones así ofrecen una perspectiva larga y lineal, con
puertas corredizas que se desplazan casi hasta las mismas paredes de uno y otro
lado, de modo que apenas nada interrumpe la vista en todo su longitud. El caso
era aquí muy distinto, como cabría esperar de la afición del duque por lo
extravagante. La distribución de las salas era tan irregular que apenas se
contemplaban más de una al mismo tiempo. Cada veinte o treinta metros se
producía un giro brusco, y con cada giro un efecto novedoso. A derecha e
izquierda, en medio de la pared, una ventana gótica alta y estrecha se asomaba
a un corredor cerrado que enmarcaba las sinuosidades del conjunto, con vidrieras
cuyos colores variaban de acuerdo con los tonos dominantes en la decoración del
salón al que se abrían. El del extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado
en azul, y las vidrieras en azul vivo. La ornamentación y los tapices del
segundo eran de color púrpura, y purpúreos eran allí los cristales. El tercero
era todo él verde, lo mismo que las ventanas. Los muebles y la iluminación del
cuarto eran anaranjados; el quinto, blanco; el sexto, violeta. La séptima
estancia era un denso sudario de tapices de terciopelo negro que cubrían el
techo y las paredes, y caían en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo
tinte y textura. Pero solo en esta habitación el color de las ventanas difería
del decorado. Las vidrieras eran aquí de un tono escarlata, un rojo oscuro de
sangre. Ahora bien, en ninguna de las siete cámaras había lámpara o candelabro
alguno, entre la abundancia de adornos dorados que había por todas partes o que
colgaban de los techos. No había luz ninguna que procediera de una lámpara o
vela en todo el conjunto de habitaciones. Pero en el corredor que envolvía los
salones había, frente a cada ventana, un pesado trípode con un brasero de fuego
que, al proyectar su resplandor a través de las vidrieras, inundaba de luz la
estancia. Se producía así una profusión llamativa de formas fantásticas. Pero
en la habitación negra, o de poniente, el efecto del fuego a través de los
cristales de sangre sobre los tapices negros resultaba de lo más siniestro, y
daba un aire tan irreal a los rostros de los que allí entraban que muy pocos se
atrevían a dar siquiera un paso en aquella estancia.
También era
aquí donde se encontraba, contra el muro oeste, un gigantesco reloj de ébano. El
péndulo oscilaba con un sonido grave, monótono y apagado, y cuando el minutero
había recorrido toda la esfera y llegaba el momento de marcar la hora, de sus
pulmones metálicos surgía un sonido límpido, potente, profundo y muy musical,
pero de nota y énfasis tan peculiares que, a cada hora, los músicos se veían
obligados a detenerse un momento para escucharlo, lo que obligaba a su vez a
quienes bailaban a interrumpir el vals; y se producía un breve desconcierto en
la alegría de todos; y, mientras sonaba el carillón, se veía cómo los más
frívolos palidecían y los más sosegados por los años se pasaban la mano por la
frente como perdidos en ensueños o en meditación. Aunque cuando cesaban los
últimos ecos, una risa leve se apoderaba a la vez de toda la concurrencia; los
músicos se miraban y sonreían como burlándose de sus propios nervios y
desconcierto, y se susurraban mutuas promesas de que las siguientes campanadas
no les causarían ya la misma impresión; pero luego, al cabo de sesenta minutos
(que son tres mil seiscientos segundos de tiempo que vuela), de nuevo sonaba el
carillón, y volvía a repetirse la misma meditación, y el mismo desconcierto y
nerviosismo de antes.
Pero a
pesar de todo, era una fiesta alegre y magnífica. Los gustos del duque eran
peculiares. Tenía un buen ojo para los colores y los efectos. Desdeñaba las
convenciones de la moda. Sus planes eran atrevidos y apasionados, y un viso de
barbarie iluminaba sus proyectos. Algunos le habrían tenido por loco. Sus
seguidores no lo creían así. Pero era necesario oírle, y verle, y tocarle, para
estar seguro.
Con ocasión
de esta magna fiesta, había supervisado personalmente casi toda la decoración
de los siete salones; y había sido su propio gusto el que había inspirado los
disfraces. No os quepa duda de que eran extravagantes. Abundaba la ostentación
y el brillo, lo ilusorio y lo picante… mucho de lo que después se ha visto en
Hernani. Había figuras arabescas, con miembros y atuendos grotescos. Había
fantasías delirantes como solo los locos imaginan. Había mucha belleza, mucha
voluptuosidad, mucho de estrafalario, algo de terrible, y no poco de lo que
podría haber ofendido. De hecho, por las siete estancias se paseaba
majestuosamente una muchedumbre de sueños. Y estos -los sueños- se revolvían
por las habitaciones, tiñéndose del color de cada una, y haciendo que la música
desenfrenada de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Y entonces suena el
reloj de ébano en el salón de terciopelo. Y por un momento todo se aquieta,
todo se acalla salvo la voz del reloj. Los sueños quedan congelados y
estáticos. Pero el eco de las campanadas se apaga -na han durado sino un
instante- y una risa leve, a medias reprimida, queda flotando tras él. Y surge
de nuevo la música, y viven los sueños, y se revuelven de un lado a otro más
alegres que nunca, teñidos por las ventanas multicolores por las que penetra el
resplandor de los trípodes. Pero en el salón de poniente, ninguno de los
enmascarados se atreve ahora a entrar, porque la noche ya se desvanece y una
luz más rojiza se filtra por los cristales de color sangre; y la negrura de los
tapices espanta; y quien aventura sus pasos sobre la negra alfombra escucha un
sordo tictac, más solemne y enfático que el que llega a oídos de quienes se
entregan a la alegría en las salas más distantes.
Pero las
otras habitaciones estaban abarrotadas, y en ellas latía febrilmente el ansia
de la vida. Prosiguió así el torbellino festivo, hasta que al cabo el reloj
inició las campanadas de la medianoche. Y cesó entonces la música, como ya he
dicho; y los que bailaban interrumpieron el vals; y, como en otras ocasiones,
todo quedó desasosegadamente detenido. Pero ahora eran doce las campanadas que
tenían que sonar; y ocurrió así, quizá, que al disponer de más tiempo, más
grave se tornó la reflexión de quienes en la concurrencia ya estaban
pensativos. Y también ocurrió así, quizá, que antes de que el último eco de la última
campanada hubiera desaparecido en el silencio, muchos ya habían reparado en la
presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención
de nadie. Y de boca se extendió el rumor de esta nueva presencia, y al poco se
alzó en toda la compañía un susurro, un murmullo de desaprobación y sorpresa,
luego, por último, de terror, de horror y de asco.
En una
congregación fantasmagórica como la que he pintado, bien se puede suponer que
ningún atuendo ordinario habría causado tal sensación. De hecho, esa noche la
libertad en los disfraces era prácticamente ilimitada; pero la figura en
cuestión había rizado el rizo, superando incluso los límites del gusto
permisivo del príncipe. Hay fibras aun en el corazón de los más osados que no
pueden tocarse sin que se emocionen. Hasta los casos perdidos, para quienes la
vida y la muerte son una misma broma, creen que hay ciertos asuntos con los que
no se puede bromear.
En todos
los asistentes, desde luego, se apreciaba ahora la sensación intensa de que el
disfraz y el porte del extraño carecían de todo ingenio y decoro. Era una
figura alta y lúgubre, amortajada de la cabeza a los pies con el atuendo de la
tumba. La máscara que ocultaba representaba tan fielmente el semblante rígido
de un cadáver que al observador más atento le resultaría difícil descubrir el
engaño. Aun así, todo esto lo habría soportado, si no aprobado, aquella alocada
concurrencia. Pero el enmascarado había llegado incluso a asumir el aspecto de
la Muerte Roja. La sangre le salpicaba la vestimenta, y su ancha frente, y
todas sus facciones, aparecían moteadas por el horror escarlata.
Cuando la
mirada del príncipe Próspero se detuvo en este espectro (que se paseaba lento y
solemne, como para dar mayor empaque a su figura), se le notó una convulsión,
en un primer momento con un fuerte estremecimiento de horror o repugnancia;
pero enseguida, el rostro se le encendió de ira.
¿Quién se
ha atrevido? —preguntó con voz ronca a los cortesanos que le acompañaban —
¿Quién se ha atrevido a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Cogedle y quitadle la máscara, y así sabremos
a quien hay que colgar de una almena al amanecer!
Cuando
pronunció estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el salón azul, que
daba al oriente. Y su eco recorrió alto y claro las siete estancias, porque el
príncipe era un hombre robusto y osado, y un gesto suyo había acallado ya la
música.
Era en el
salón azul donde se hallaba el príncipe, en compañía de un grupo de pálidos
cortesanos. Al principio, cuando habló, dieron éstos un primer paso hacia el
intruso, que entonces estaba próximo a ellos, y que ahora se acercaba mas aún,
con porte deliberado y majestuoso. Pero cierto miedo indecible que la insensata
arrogancia de la máscara había inspirado a todo el grupo impidió que nadie le
pusiera la mano encima; así que, sin estorbo alguno, pasó apenas a un metro del
príncipe; y, mientras en los salones la numerosa concurrencia, como movida por
un mismo resorte, se hacía a un lado buscando el refugio de las paredes, el
enmascarado siguió andando con el mismo paso solemne y mesurado que desde el
comienzo le había distinguido, pasando de la sala azul a la púrpura, de la
púrpura a la verde, de la verde a la de color naranja, de ésta a la blanca, e
incluso de aquí a la morada, sin que nadie hiciera el menor intento de
detenerle. Fue entonces, sin embargo, cuando el príncipe Próspero, fuera de sí
y avergonzado por su cobardía pasajera, cruzó veloz los seis salones, sin que
nadie le siguiera por el terror mortal que de todos se había apoderado. Blandía
una daga desenvainada, y se acercó impetuoso y rápido a muy poco distancia de
la figura que seguía su camino, cuando ésta, que ya había llegado al salón de
terciopelo, giró de pronto y le hizo frente. Hubo un grito agudo, y la daga
reluciente cayó en la alfombra negra sobre la que, al instante, caía postrado
por la muerte el príncipe Próspero.
Después,
llevados por el valor enloquecido de la desesperación, un amplio grupo entró en
avalancha en el salón negro, en el que la alta figura seguía inmóvil y erguida
bajo la sombra del reloj de ébano; pero al ponerle la mano encima al
enmascarado, un horror innombrable les cortó el aliento y descubrieron que la
mortaja y la máscara cadavérica que habían tratado con violenta rudeza no
estaban habitadas por ninguna forma tangible.
Y
reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la
noche. Y uno a uno fueron cayendo los presentes en los salones antes festivos,
ahora bañados en sangre, y cada uno hallaba la muerte en la desesperada postura
en que caía. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último cortesano.
Y las llamas de los trípodes se extinguieron.
Y de todo
se adueñó la Tiniebla, la Corrupción y la Muerte Roja.
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Cuento publicado en 1842. Para los que no la conocen, #martesdecuentos es una iniciativa para divulgar los clásicos de la literatura universal a través del blogueo de cuentos, fragmentos o extractos de obras. Algunos han sido intervenidos con un formato corto o un título ficticio.
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