martes, 10 de abril de 2012

La muerte de Iván Ilich (fragmento)

León Tolstoi

A la hora de costumbre llegó el doctor. Iván Ilich contestó a sus preguntas con monosílabos ― sí”, “no”― sin apartar de él una mirada rencorosa. Al final, dijo:

-Sabe que no hay remedio; déjeme, pues.
-Podemos aliviar el dolor ―replicó el médico.
-Ni siquiera eso, déjeme.

El doctor salió al salón y explicó a Paskovia Fiódorovna que lo veía muy mal y que solo había un recurso, el opio, para aliviar los dolores, que debían ser espantosos.

Sus sufrimientos morales consistían en que, aquella noche, al mirar la cara somnolienta, bondadosa y de pómulos salientes de Guerásim, se le había ocurrido de pronto: “En realidad, toda mi vida, mi vida consciente, ha sido un engaño”.

Se le ocurrió que lo que antes le parecía completamente imposible, que su vida se hubiera desenvuelto por cauces equivocados, podía ser verdad. Se le ocurrió que las veleidades, apenas perceptibles, de luchar contra lo que los personajes encumbrados consideraban bueno, que al instante se esforzaban en expulsar de sí, podían ser lo auténtico y verdadero, y que todo lo demás podía no serlo. Su profesión, su cargo, la manera como había organizado su vida, la familia, aquellos intereses de la sociedad, todo esto podía ser algo distinto y secundario. Trató de defenderlo ante sí mismo. Y de pronto advirtió la vaguedad de lo que defendía. No había nada qué defender.

“Si esto es así ―se dijo― y me voy de la vida con la conciencia de que destruí cuanto se me había dado, entonces, ¿qué?”. Se acostó boca arriba y se puso a repasar de un modo nuevo toda su vida. Cuando por la mañana vio al lacayo, luego a su esposa, luego a su hija y luego al doctor, cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras, venían a confirmar la verdad que por la noche había descubierto. En ellos se veía a sí mismo, veía lo que había constituido su vida, veía que todo eso era una equivocación, un enorme y horrible engaño que no dejaba contemplar ni la vida ni la muerte. La conciencia de que esto era así incrementaba, multiblicaba por diez sus sufrimientos físicos. Gemía, se agitaba y trataba de quitarse la ropa. Le parecía que la ropa lo sofocaba y lo aplastaba. Y esto le hacía sentir odio hacia ellos.
Le dieron una fuerte dosis de opio y quedó amodorrado, pero a la hora de la comida enpezó de nuevo. Mandó a salir a todos; no cesaba de dar vueltas.

Acudió a su mujer y le dijo:
-Jean, querido, hazlo por mí ―“¿Por mí?”, pensó él―. No te causará ningún daño, y a menudo alivia. No significa nada. Y la salud, a menudo…

Él abrió mucho sus ojos.
-¿Qué? ¿Comulgar? ¿Para qué? ¡No hace falta! Aunque, por lo demás…
Ella rompió a llorar
-¿Sí, mi amigo? Le avisaré a nuestro sacerdote; es tan agradable…

Cuando llegó el sacerdote y se hubo confesado, pareció enternecerse. Sintió como un alivio en sus dudas y, a consecuencia de ello, un alivio de sus sufrimientos, y esto le produjo una esperanza momentánea. De nuevo empezó a pensar en el intestino ciego y en la posibilidad de arreglarlo. Tomó la comunión con lágrimas en los ojos. Cuando después de esto lo llevaron a la cama, por un minuto se sintió a liviado y otra vez apareció la esperanza. Empezó a pensar en la operación que le proponían. “Quiero vivir, quiero vivir”, se decía. Su esposa llegó para felicitarlo; le dijo las palabras de rigor y añadió:

-¿Verdad que te encuentras mejor?
Él, sin mirarla, articuló.
-Sí.

La ropa de ella, su complexión, la expresión de su cara, el sonido de su voz, todo decía lo mismo: “No es nada de eso. Todo cuanto fue y es tu vida es una mentira, es un engaño que te impide entender la existencia y la muerte”. Y nada más al pensar en esto se levantó en él el odio, y con el odio vinieron los dolorosos sufrimientos físicos, y con los sufrimientos, la conciencia del fin inevitable y próximo. Se produjo algo nuevo: algo se retorcía dentro de él haciendo difícil su respiración. La expresión de su cara cuando dijo “sí” era espantosa.

Después de pronunciar este “sí” mirando a su esposa a la cara, se volvió con rapidez extraordinaria para su notoria debilidad, y gritó:
-¡Váyanse, váyanse todos, déjenme solo!”

***

En ese momento empezó aquel grito que duró tres días consecutivos, un grito tan horrible que dos habitaciones más allá ya producía espanto. Apenas le contestó a su mujer comprendió que era hombre perdido, que no había vuelta atrás, que había llegado el fin último y que la duda no había sido resuelta, pues la seguía viendo planteada frente a él.

“¡Oh, oh, oh!”, vociferaba en diferentes tonos. Empezaba a gritar: “No quiero” y así seguía, alargando la última “o”.

Durante estos tres días, a lo largo de los cuales no existió para él el tiempo, se estuvo revolviendo en aquel saco negro en que lo metía una fuerza invisible e insuperable. Se debatía como se debate el condenado en manos del verdugo, sabiendo que no había salvación; y a cada minuto se daba cuenta de que, a pesar de todos sus esfuerzos para oponerse, se acercaba más a aquello que lo horrizaba. Le atormentaba la idea de asomarse a aquel agujero negro, y todavía más el hecho de que no pudiera entrar en él. Se oponía a ese acto la aceptación de que su vida sí había sido buena. Esta justificación de su vida, que lo aferraba sin dejarlo ir más adelante, era lo que más le atormentaba.

De pronto, una fuerza lo empujó contra el pecho y el costado, impidiéndole respirar; sintó que caía en el agujero y allí, en el fondo, se iluminaba algo. Tuvo la misma sensación que uno tiene cuando va en un vagón de ferrocarril y piensa que avanza cuando en verdad retrocede y, de pronto, se da cuenta de cuál es la verdadera dirección.

“Sí, todo era equivocado ―se dijo― pero no importa. Se puede, se puede hacer ‘lo otro’. ¿Qué es lo otro?”, se preguntó, y entonces se quedó sosegado.

Esto ocurría al final del tercer día, una hora antes de su muerte. En este mismo instante su hijo se acercó sigilosamente a su cama. Él, moribundo, seguía gritando y moviendo desesperadamente los brazos. Su mano tropezó con la cabeza del muchacho. Éste la cogió, se la llevó a los labios y rompió a llorar.

Coincidiendo con ello, Iván Ilich cayó en el agujero, vio la luz y se le reveló en ese momento que su vida había sido una equivocación completa, pero que aún había tiempo para rectificar. Se preguntó qué era “eso” y se calmó, prestando atención. Entonces sintió que alguien besaba su mano. Abrió los ojos y miró a su hijo. Sintió lástima de él. Su esposa se le acercó. La miró. Ella lo miraba con la boca entreabierta y con lágrimas que no se preocupaba de enjuagar, con agua en la nariz y en las mejillas, con una expresión desesperada. Esta visión le produjo pena.

“Sí, los estoy atormentando ―pensó―. Me dan lástima, pero estarán mejor cuando yo me muera”. Quiso decírselos así, mas no tuvo fuerzas para articular las palabras. Señaló con la mirada a su hijo y le pidió a su esposa:

-Llévatelo… Me da pena… Y tú… ―quiso añadir “perdóname”, pero le salió algo confuso y, sin fuerzas para aclararlo, hizo un ademán de renuncia, sabiendo que sería comprendido.

En ese momento se le hizo claro que lo que lo abandonaba y no acababa de salir brotaba de golpe de dos sitios, de diez, de todas partes. Sentía lástima de ellos; tenía que hacer algo para evitar su aflicción. Para evitar los sufrimientos de ellos y de él mismo. “¡Qué bien y qué sencillo!” ―pensó―. ¿Y el dolor? ―se preguntó―. A ver, dolor, ¿dónde estás?”. Prestó atención. “Sí, ahí está. No importa, que siga. ¿Y la muerte? ¿Dónde está? ¿Qué muerte?”. No sentía miedo alguno porque no había muerte.

En vez de la muerte era la luz.
-¡Ahora lo comprendo! ―dijo de pronto en voz alta―. ¡Qué alegría!

Todo esto sucedió para él en un instante, y la significación de ese instante ya no llegó a cambiar. Para los presentes la agonía se prolongó todavía durante otras dos horas. Algo borboteaba en su pecho; su cuerpo, extenuado, se estremecía. Luego el borboteo y los ronquidos se fueron espaciando más y más.

-¡Se acabó! ―dijo alguien sobre él.
Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. “Se acabó la muerte ―se dijo―. La muerte no existe”.

Hizo una inspiración, se detuvo a la mitad, se estiró y quedó muerto.

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Párrafos finales de la novela publicada en 1886. Para los que no la conocen, #martesdecuentos es una iniciativa para divulgar los clásicos de la literatura universal a través del blogueo de cuentos, fragmentos o extractos de obras, algunas veces intervenidos mediante la incorporación de un formato corto o de un título ficticio.

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