martes, 1 de noviembre de 2011

La perla (fragmento)

John Steinbeck

Kino se esforzaba por adaptar su vista a la oscuridad de la estancia, cegado como estaba por el resplandor exterior. Los  ojos del especulador tenían ahora una mirada firme y cruel, como la de un halcón, mientras el resto de su rostro sonreía con toda cordialidad. Y disimuladamente, bajo la tapa de la mesa, su mano derecha seguía haciendo el juego de prestidigitación.
-Tengo una perla —declaró Kino, y Juan Tomás apoyó sus palabras con un gruñido. Los vecinos se agolpaban en la puerta y unos cuantos niños se habían encaramado en la verja de la ventana.
-Una perla —repitió el mercader—. Hay veces que un hombre me trae una docena. Bien, veamos tu perla. La valoraremos y se te dará el mejor precio posible—. Sus dedos movían la moneda a velocidad vertiginosa.
Kino actuaba por instinto del modo más teatral posible. Sacó lentamente la carterita de cuero, tomó de ella el trozo de gamuza y dejó que la gran perla rodase sobre el negro terciopelo, e inmediatamente miró el rostro que tenía ante sí. Pero allí no había signo ni movimiento alguno, el rostro no cambió, mas la mano que jugueteaba oculta perdió su precisión, la moneda tropezó con un dedo y cayó sin ruido sobre el regazo del hombre. La mano se crispó bajo el borde de la mesa y, cuando salió de su escondite, el índice acarició tembloroso la gran perla. Luego, con la ayuda del pulgar, la levantó hasta los ojos haciéndola centellear en el aire.
Kino contenía la respiración y también sus vecinos, toda la multitud hacia comentarios en voz baja.
-Está observándola... todavía no se ha hablado del precio.
La mano del traficante habla adquirido de pronto vigorosa personalidad.
Sopesaba la gran perla, la dejaba caer sobre la bandejita y el índice la oprimía con fuerza y parecía insultarla mientras que por el rostro del mercader vagaba una triste y desdeñosa sonrisa.
-Lo siento, amigo mío —habló por fin, elevando los hombros para indicar que de la desgracia no era él responsable.
-Es una perla de gran valor —aseguró Kino.
Los dedos del traficante siguieron jugando con la perla, haciéndola correr sobre el terciopelo y rebotar en los bordes de la bandeja.
-Esta perla es demasiado grande —explicó—. ¿Quién va a querer comprarla? No hay mercado para cosas así. No pasa de ser una curiosidad. Lo siento; creías que era algo de valor, pero ya ves que solo es una curiosidad.
Kino estaba perplejo y aturdido.
-Es la Perla del Mundo —protestó—. Nadie ha visto nunca otra igual.
-Estás en un error insistió el otro-. Es grande y fea. Como curiosidad puede tener interés; acaso un museo la exhibirá junto a una colección de fósiles marinos. Yo sólo podría darte mil pesos.
El rostro de Kino se ensombreció y se hizo amenazador.
-Vale cincuenta mil —contestó— y usted lo sabe. Lo que quiere es estafarme.
Se oyó un fuerte murmullo entre la multitud al circular por ella el precio ofrecido, y el traficante sintió un poco de miedo.
-No me culpéis a mí —suplicó—. No soy más que un tasador. Preguntad a los otros. Id a sus oficinas y enseñadles la perla... o mejor, hacedles venir aquí, para que veáis que no os engaño. Muchacho —llamó, y cuando su criado apareció en la puerta de la trastienda, le ordenó—: Ve a casa de tal, de tal otro, y de tal otro. Diles que se pasen por aquí y no les expliques el motivo.
Solamente que me gustaría verlos. —Su mano derecha volvió a desaparecer bajo la mesa con otra moneda que empezó a saltar de nudillo en nudillo con vertiginosa rapidez.
Los amigos de Kino hablaban con volubilidad. Habían temido que sucediera una cosa así. La perla era grande pero tenía un extraño tinte, que desde el principio les había inquietado. Y, después de todo, mil pesos no eran nada despreciable. Eran una riqueza relativa para un hombre que no poseía nada. Supongamos que Kino los aceptara; al fin y al cabo el día antes estaba en la miseria.
Pero Kino había endurecido su espíritu y sus pensamientos. Sentía el roce del destino, se creía rodeado de un círculo de lobos famélicos, olía el vuelo lúgubre de voraces buitres sobre su cabeza. Sentía el hielo maligno en torno suyo y se sentía inerme, indefenso. En sus oídos rugía la música del mal, y sobre el terciopelo centelleaba la perla, de la que el tasador no podía apartar los ojos.
Los curiosos agolpados en la entrada se apartaron para dejar pasar a los tres compradores de perlas. Se había hecho el silencio, pues nadie quería perderse una palabra, un gesto o una expresión. Kino callaba y observaba.
Sintiendo una leve presión en su espalda, se volvió para encontrarse con los ojos de Juana, que le devolvieron las fuerzas.
Los recién llegados no se miraban ni tampoco o a la perla. El dueño del local habló así:
-He fijado un precio a esta perla y el dueño no lo halla  justo. Voy a pedirles que la examinen y hagan una oferta. Fíjate —indicó a Kino— que no he mencionado cuál era el precio.
El primero de los convocados, seco y estirado, pareció ver la perla por primera vez en aquel instante. La cogió, la hizo girar entre índice y pulgar y la arrojó con desprecio sobre la bandeja.
-No me incluyáis en la discusión —exclamó—. No voy a hacer oferta alguna. Me niego. Esto no es una perla; es una monstruosidad —y sus labios se curvaron desdeñosamente.
El segundo, un hombrecillo de tímidos modales y voz muy aguda la tomó a su vez y la examinó con gran cuidado. Sacó una lupa de su bolsillo y se valió de ella para estudiar la perla. Empezó a reír suavemente.
-Hay perlas falsas mejores que ésta —declaró— Conozco bien estas cosas. Es blanda y yesosa, perderá el colorido y desaparecerá dentro de pocos meses. Mira... —ofreció la lupa a Kino indicándole cómo había de usarla, y Kino, que nunca había visto con aumento la superficie de una perla, quedó perplejo ante el aspecto extrañamente rugoso de aquélla.
El tercero la arrebató de manos del pescador.
-A uno de mis clientes le gustan estas cosas —le dijo—. Te ofrezco quinientos pesos y tal vez pueda vendérsela por seiscientos.
Kino volvió a apoderarse de la perla, la envolvió en la gamuza y la guardó en su pecho.
Entonces intervino el hombre sentado detrás de la mesa.
-Soy un loco, bien lo sé, pero mantengo mi primera oferta. Sigo ofreciendo mil pesos. ¿Qué haces? —preguntó al ver a Kino guardarse la perla.
-Esto es una estafa —gritó Kino con fuerza—. Mi perla no se vende aquí. Voy a tener que ir a la capital.
Los compradores se miraron unos a otros. Se dieron cuenta de que habían ido demasiado lejos; sabían que se les reñiría severamente por su fracaso y, en un esfuerzo, el que había pujado más alto propuso:
-Podría llegar hasta mil quinientos.
Pero Kino se abría paso entre la multitud. Las voces llegaban a él muy debilitadas, pues la sangre rabiosa le ensordecía. Se alejó a grandes zancadas y Juana lo siguió, corriendo.

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The Pearl fue publicada en 1947.

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