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De las casas en el interior de Venezuela no hay mucho que decir: ya no son coloniales (cuando yo era niña todavía abundaban las fachadas de deslucidos hormigones, las ventanas salientes y la teja rosada) ni tampoco son excepcionalmente hermosas, no poseen adornos ni tienen flores sembradas alrededor; ni siquiera tienen nombres (como se acostumbra en las ciudades), o números (como debería ser). A pesar de todo, las casitas de los pueblitos venezolanos tienen en común cierta personalidad que trasparece en sus fachadas y que es como el sello mestizo del inquilino que las habita.
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