martes, 30 de agosto de 2011

El organista y el fuego

Hermann Hesse

Por aquellos días la “casualidad”, como suele decirse, me hizo encontrar un extraño refugio. Pero tales casualidades no existen. Cuando alguien que verdaderamente necesita algo lo encuentra no es la casualidad la que se lo proporciona, sino él mismo. Su propio deseo y su propia voluntad lo conducen a ello.

En mis andanzas por la ciudad había oído dos o tres veces, al pasar frente a una capilla de las afueras, el sonido de un órgano, pero nunca me había detenido a escucharlo. Un día, al volver a pasar por allí reconocí la música de Bach. Me acerqué a la puerta, que encontré cerrada, y como la calleja estaba casi desierta me senté en un poste de piedra junto a la entrada, me subí el cuello del abrigo y me puse a escuchar. El órgano, aunque no era muy potente, era bueno y el organista tocaba de maravilla, con una expresión personal de voluntad y tenacidad que sonaba como una oración. Tuve la sensación de que quien tocaba sabía que la música guardaba un tesoro particular, y que se esforzaba, afanaba y preocupaba por encontrarlo como si se tratara de su propia vida. Técnicamente no entiendo gran cosa de música, pero desde muy niño he comprendido, por instinto, esta  expresión del alma y he sentido en mí la afición musical como la cosa más natural e innata.

El músico tocó después una obra moderna, quizá de Reger. La capilla estaba casi oscura, sólo un suave resplandor se filtraba a través de una de las ventanas. Esperé a que la música terminara y paseé luego delante de la entrada hasta que vi salir al organista. Era un hombre aún joven pero mayor que yo, de figura robusta y corta estatura. Echó a andar de prisa, con pasos firmes y enérgicos y desapareció.

Después de eso acudí a la capilla otros atardeceres, sentándome jundo a la entrada o paseando de arriba abajo frente a la fachada. Una vez encontré la puerta abierta y permanecí media hora sentado en un banco frío mientras el organista tocaba arriba, a la pálida luz de un mechero de gas. En su música no le oía solamente a él mismo; me parecía que todas las cosas eran afines entre sí, enlazadas por una misteriosa conexión. Todo lo que tocaba era creyente, era ferviente y piadoso, pero no piadoso como los beatos y los curas, sino como los peregrinos y los mendigos de la Edad Media; piadoso con una entrega absoluta a un sentimiento del mundo superior a todas las confesiones. Los maestros anteriores a Bach y los antiguos compositores italianos eran interpretados por él con exquisito cuidado. Y todos decían lo mismo, todos expresaban lo que el organista llevaba en su alma: nostalgia, honda comprensión del mundo y violenta separación de él, ardiente preocupación por los movimientos de la propia alma oscura, fervorosa entrega y profunda curiosidad por lo maravilloso.

Un día seguí disimuladamente al organista, a su salida de la capilla, y le vi entrar en una pequeña taberna, muy lejos ya, en las afueras de la ciudad. No pude contenerme y entré tras él. Le vi por primera vez claramente. Estaba sentado en un rincón ante una jarra de vino y llevaba en la cabeza un sombrero de fieltro negro y anchas alas. Su rostro era tal como yo lo había imaginado. Era feo y un poco salvaje, inquieto e intenso, terco y voluntarioso; alrededor de la boca, sin embargo, tenía un gesto blando e infantil.

La virilidad y la fuerza se hallaban concentradas en los ojos y la frente; mientras que la parte inferior del rostro era tierna y como inacabada, imprecisa y débil. La barbilla, adolescente e indecisa, contradecía la frente y la mirada. Lo que me complacía más eran los ojos castaños, llenos de orgullo y hostilidad.

Sin decir nada fui a sentarme en una banqueta frente a él. No había más nadie en la taberna. Al advertir mi presencia me miró irritado, como si quisiera echarme, pero yo le sostuve la mirada hasta hacerlo exclamar con rudo acento:
-¿Por qué me mira usted de ese modo? ¿Quiere algo de mí?
-No, yo no quiero nada de usted –respondí–. Y sin embargo, ya me ha dado usted mucho.
Arrugó la frente:
-¡Ah! ¿Es usted aficionado a la música? A mí la melomanía me parece una estupidez.
Sin dejarme intimidar, repliqué:
-Le he escuchado muchas veces en la capilla esa de las afueras. Desde luego, no quiero molestarle. Pensaba que encontraría en usted algo, algo especial, no sé bien qué. Pero no me haga caso, por lo demás no tiene usted que ocuparse de mí, puedo seguir oyéndole en la capilla.
-Siempre cierro con la puerta con llave.
-Pues el otro día se olvidó usted de hacerlo y yo estuve adentro oyéndole tocar. Otras veces suelo quedarme afuera, sentado en un poyo junto a la puerta.
-¿Ah sí? La próxima vez puede usted entrar, hace más calor dentro. No tiene más que llamar a la puerta. Pero con fuerza y nunca mientras yo esté tocando. Y ahora, ¿qué es lo que me quería decir? Es usted muy joven, probablemente un colegial o un estudiante. ¿Es usted músico?
-No. Me gusta oír música, pero sólo música como la que usted toca; absoluta, incondicionada, en la que se siente que el hombre golpea las puertas del cielo y del infierno. Creo que me gusta tanto la música por su falta de moralidad. Todo lo demás es moral y yo busco algo que no lo sea. La moral no ha traído nunca nada que no sea doloroso. No sé explicarme bien... ¿Sabe usted que tiene que haber un dios que es dios y demonio al mismo tiempo? He oído decir que ya hubo uno así.

El músico echó hacia atrás su sombrero de ala ancha y sacudió los oscuros cabellos que le caían sobre la amplia frente. Luego me miró con atención por encima de la mesa e inclinó su rostro hacia mí.
Despacio y en voz baja preguntó:
-¿Cómo se llama ese dios del que usted habla?
-Por desgracia no sé casi nada de él; en realidad, sólo su nombre. Se llama Abraxas.
El músico miró en torno suyo con desconfianza, como si alguien pudiera oírnos. Luego se acercó más a mí y murmuró:
-Ya me lo imaginaba. ¿Quién es usted?
-Soy alumno del liceo.
-¿Cómo ha sabido usted de Abraxas?
-Por casualidad.
Dio entonces un puñetazo sobre la mesa con tal fuerza que el vino saltó de su vaso.
-¡Por casualidad! ¡No diga usted estupideces, muchacho! Sepa que cuando se llega a tener conocimiento de Abraxas no es nunca por casualidad. Yo le contaré algo más sobre él.

Calló y echó hacia atrás la silla. Al ver que yo le miraba, expectante por sus revelaciones, hizo una mueca.
-No, aquí no. Otro día... Tome usted ahora.
Metió la mano en el bolsillo de su abrigo, que todavía llevaba puesto, y me extendió unas castañas asadas.
Yo no dije nada, las tomé y empecé a comerlas muy satisfecho.
-Vamor a ver –murmuró al cabo de un rato–. ¿Cómo ha sabido usted de... él?
No vacilé en contárselo.
-Fue en una época en que me sentía solo y desorientado –dije–; y me acordé de un viejo amigo mío que sabe muchas cosas. Yo había pintado un pájaro saliendo de una esfera terrestre y se lo envié. Algún tiempo después, cuando casi había perdido las esperanzas de obtener respuesta, cayó en mis manos un papel en el que decía: “El pájaro rompe el cascarón. El cascarón es el mundo. El que quiera nacer tiene que romper un mundo. El pájaro vuela hacia Dios. El dios se llama Abraxas”.

El músico no contestó nada. Sigió pelando sus castañas y comiéndolas con el vino.
-¿Tomamos otra jarra? –me preguntó luego.
-No, gracias. No me gusta beber.
Se echó a reír, un poco decepcionado.
-¡Como usted quiera! A mí me pasa todo lo contrario y voy a quedarme aquí todavía un rato. Usted puede marcharse ya, si quiere.

La vez siguiente que fui a encontrarlo en la capilla después de ensayar no estuvo muy comunicativo. Por una calle antigua y solitaria me condujo hasta un viejo caserón, de aspecto imponente.

Subimos a una habitación grande, un poco oscura y desarreglada, donde nada, excepto un piano, recordaba la música, mientras que un gran estante de libros y un amplio escritorio le daban un aire erudito.
-¡Cuántos libros tiene usted! exclamé admirado.
-Una parte pertence a la biblioteca de mi padre, con quien vivo… Sí, todavía vivo con mis padres, pero no puedo presentárselos porque mis amistades gozan en esta casa de poca estimación. Debe saber usted que soy un hijo descarriado. Mi padre es un hombre extraordinariamente honorable, uno de los sacerdotes y predicadores mas destacados de nuestra ciudad. Y yo, para que se entere de una vez, soy su hijo, que tenía talento y prometía mucho pero que se ha apartado del buen camino y está un poco loco. He estudiado Teología, pero abandoné esa facultad poco antes de la licenciatura. Aunque, en cierto modo, sigo dentro de mi carrera en lo que se refiere a mis estudios particulares. Aún siguen pareciéndome muy importantes e interesantes los dioses que la gente se ha inventado en cada época. Por ahora soy músico y parece que me van a dar pronto un puesto de organista. Entonces volveré otra vez a pertenecer a la Iglesia...

Al débil resplandor de una pequeña lámpara colocada sobre la mesa pude ver títulos griegos, latinos y hebreos en las estanterías. Mientras tanto, mi nuevo amigo se había tumbado en el suelo, junto a la pared, y yo no podía ver lo que hacía allí en la oscuridad.

-Venga acá –dijo al cabo de un rato–, vamos a filosofar un poco; es decir, vamos a callarnos la boca y a quedarnos echados boca abajo para pensar.

Encendió una cerilla y prendió fuego al papel y la leña que había en la chimenea, delante de la cual estaba echado. Las llamas se elevaron mientras él azuzaba y alimentaba el fuego con exquisito cuidado. Yo me eché a su lado, sobre la alfombra descolorida, y, como él, clavé mis ojos en el fuego.

Durante más de una hora los dos permanecimos en silencio, echados boca abajo frente al fuego crepitante, y lo vimos llamear y arder, retorcerse y achicarse, palpitar y chisporrotear, hasta deshacerse en un silencioso montón de brasas.
-La adoración del fuego no ha sido la cosa más estúpida que se ha inventado –murmuró mi acompañante.

Aparte de esto, ninguno de los dos dijo una palabra. Yo tenía los ojos fijos en el fuego y, sumido en un hondo ensueño silencioso, veía figuras en el humo y formas en la ceniza. De pronto me sobresalté: mi compañero había arrojado al fuego un trozo de resina, del que brotó una breve y esbelta llama en la que creí ver el vi el pájaro de mi dibujo, con su amarilla cabeza de gavilán. En las brasas agonizantes refulgían hilos dorados formando caprichosas redes, aparecían letras e imágenes, recuerdos de rostros, de animales, plantas, gusanos y serpientes. Cuando desperté de mi ensimismamiento y volví la vista, mi compañero contemplaba aún la ceniza con la barbilla apoyada sobre los puños, con fanática fijeza.
-Tengo que irme –dije muy bajito.
-Pues váyase. Hasta la vista.

No se levantó, y como la lámpara se había apagado tuve que buscar a tientas el camino de salida de aquel viejo caserón embrujado, a través del cuarto oscuro y de pasillos y escaleras, en la oscuridad. Al llegar a la calle me detuve y  me volví a mirar la fachada.

Ninguna de las ventanas estaba ni remotamente iluminada. Una pequeña placa de bronce relucía en el portal a la luz de un farol de gas. "Pistorius, Párroco", leí en ella.

Sólo al regresar a mi casa y encontrarme en mi cuarto después de cenar, me di cuenta de que no había averiguado nada sobre Abraxas ni tampoco sobre el propio Pistorius, y que, en realidad, apenas habíamos intercambiado diez palabras. A pesar de todo me sentía muy satisfecho por la visita. Para la próxima vez mi nuevo amigo me había prometido hacerme oír una pieza exquisita de música antigua de órgano: un pasacalle de Buxtehude.

Sin darme cuenta, había recibido del organista Pistorius la primera lección mientras estaba echado junto a él ante la chimenea de su sombrío cuarto de ermitaño. La contemplación del fuego me había hecho bien; había consolidado y ratificado en mí inclinaciones que siempre había sentido, pero que nunca había tenido el cuidado de cultivar. Poco a poco fui apreciándolas, al menos parcialmente, pero con mayor claridad.

Ya de niño me gustaba contemplar las formas extrañas de la naturaleza, aunque no como un observador que investiga, sino entregándome a su particular magia, a su lenguaje profundo y complicado. Las largas raíces fosilizadas de los árboles, las vetas jaspeadas de la piedra, las gotas de aceite flotando sobre el agua, las grietas en el cristal: todas estas cosas habían ejercido antaño una gran fascinación sobre mí, así como el agua y el fuego, el humo, las nubes, el polvo y, especialmente, las luminosas manchas de colores que veía al cerrar los ojos. 

En los días siguientes a mi visita a Pistorius empecé a recordar estas cosas, pues me di cuenta de que la sensación de alegría y de una cierta intensificación de la conciencia de mí mismo que sentía desde aquella vez se debían, simplemente, a la larga contemplación del fuego, sedante y enriquecedora.
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Fragmento de la novela Demian, 1919. El título es un exabrupto mío.

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