martes, 9 de noviembre de 2010

Del trapecio y otras cosas

Machado de Assis

...Marcela me amó durante quince meses y once contos de reis; nada menos. Mi padre, tan pronto tuvo noticias de los once contos, se molestó de veras; le pareció que el caso excedía los límites de un capricho juvenil.
— Esta vez, dijo, te vas para Europa; vas a estudiar en una universidad, probablemente Coimbra; quiero que seas un hombre serio y no un vagabundo ladrón. Y como yo hiciera un gesto de espanto:
—Ladrón, sí señor; no es otra cosa un hijo que me hace esto... Se sacó del bolsillo mis títulos de deuda, ya rescatados por él, y me los sacudió en la cara. — ¿Ves, pilluelo, es así que un joven debe cuidar el buen nombre de los suyos? ¿Piensas que mis abuelos y yo ganamos el dinero en casas de juego o vagabundeando por las calles? ¡Bribón! Esta vez o tomas juicio o te quedas sin nada.
Estaba furioso, pero con una furia templada y corta. Yo lo escuché callado y no retruqué una palabra a la orden de emprender viaje, como otras veces lo hiciera; rumiaba la  idea de llevar a Marcela conmigo. Fui a verla; le expuse la crisis y le hice la propuesta. Marcela me oyó con la mirada perdida, sin responder de inmediato; y como yo insistiera, me dijo que se quedaría, que no podía ir a Europa.
— ¿Por qué no?
— No puedo, dijo ella con aire enfermo; no puedo ir a respirar aquellos aires, mientras me acuerdo de mi pobre padre, asesinado por Napoleón...
— ¿Cuál de ellos: el hortelano o el abogado?
Marcela arrugó la frente, tarareó una seguidilla, entre dientes; después se quejó del calor y ordenó un vaso de aluá (bebida fermentada hecha de maíz y frutas). Trájolo la mucama, en una bandeja de plata que formaba parte de mis once contos. Marcela me ofreció elegantemente el refresco; mi respuesta fue golpear con la mano el vaso y la bandeja; el líquido cayó en su regazo y la prieta dio un grito, yo bramé que se fuera.
Una vez a solas, derramé todo la desesperación de mi corazón; le dije que era un monstruo, que jamás me tuvo amor, que me dejó llegar a todo sin tener al menos la disculpa de la sinceridad; le dije muchas cosas feas, haciendo muchos gestos descompuestos. Marcela permaneció sentada, golpeteando la uñas en los dientes, fría como un pedazo de mármol. Tuve el impulso de estrangularla, de humillarla al menos, subyugándola a mis pies. Tal vez iba a hacerlo, pero la acción cambiose por otra; fui yo quien se arrojó a los pies de ella, contrito y suplicante; los besé, recordé aquellos meses de nuestra felicidad solitaria, le repetí los apodos cariñosos de otro tiempo, sentado en el suelo, con la cabeza entre sus rodillas, apretándole mucho las manos; jadeante, desvariando, le pedí con lágrimas que no me desamparase... Marcela estuvo algunos instantes mirándome, callados ambos, hasta que blandamente me desvió y, con aire de aburrimiento:
— No me fastidies, dijo.
Se levantó, sacudió el vestido, aún mojado, y caminó hacia la alcoba.
— ¡No! bramé yo; no entrarás... no quiero...
Le iba a lanzar las manos: era tarde; entró y se encerró. Salí desatinado; gasté dos mortales horas vagando por los barrios más excéntricos y desiertos, donde fuera difícil dar conmigo. Iba masticando mi desesperación, con una especie de gula mórbida; evocaba los días, las horas, los instantes de delirio y, ora me complacía en creer que eran eternos, que todo aquello había sido una pesadilla, ora, me engañaba a mí mismo, intentaba alejarlos de mí como un fardo inútil. Entonces decidía que embarcaría inmediatamente para cortar mi vida en dos mitades, y me deleitaba con la idea de que Marcela, sabiendo de mi partida, quedaría destrozada de nostalgia y remordimiento. Que ella me amara era imperioso, debía sentir alguna cosa, un recuerdo cualquiera, como el del alférez Duarte... En ese punto de los recuerdos el diente de los celos se me enterraba en el corazón; toda la naturaleza gritaba que era preciso llevarme a Marcela conmigo.
— Por la fuerza... por la fuerza... decía yo, hiriendo el aire con mi puño.
Al fin, tuve una idea salvadora... ¡Ah! trapecio de mis pecados, ¡trapecio de las concepciones incomprensibles! La idea salvadora tomó forma en mi cabeza como la del emplasto (ver Capítulo II). Era nada menos que fascinarla, fascinarla mucho, deslumbrarla, arrastrarla; hacerle el pedido por un medio más concreto que la súplica.
No medí las consecuencias; recurrí a un último préstamo; fui a la Calle de los Orfebres, compré la mejor joya de la ciudad, tres diamantes grandes engastados en un peine de marfil; corrí a casa de Marcela.
Marcela estaba reclinada en una hamaca, el gesto blando y cansado, una de las piernas colgando, se le veía el pequeño pie calzado de media de seda, los cabellos sueltos, derramados, la mirada quieta y somnolienta.
— Ven conmigo, le dije, encontré recursos... tenemos mucho dinero, tendrás todo lo que quieras... Mira, toma.
Y le mostré el peine con los diamantes... Marcela tuvo un leve sobresalto, irguió la mitad del cuerpo y, apoyada en un codo, miró el peine durante algunos cortos instantes; después retiró los ojos; se había dominado. Entonces, acerqué mis manos a sus cabellos, los enlacé con prisa, improvisé un peinado, sin ningún orden, y lo rematé con el peine de diamantes; me alejé y volví a aproximarme, le corregí las madejas, las bajé de un lado, busqué alguna simetría en aquel desorden, todo con una minuciosidad y un cariño de madre.
— Listo, dije.
— ¡Loco! fue su primera respuesta.
La segunda fue jalarme hacia ella y pagarme el sacrificio con un beso, el más ardiente de todos. Después se sacó el peine, admiró mucho la materia y el trabajo, mirando a ratos hacia mí y moviendo la cabeza, con aire de reprensión:
— ¡Vaya contigo! decía.
— ¿Vienes conmigo?
Marcela reflexionó un instante. No me gustó la expresión con que desplazaba los ojos de mí hacia la pared y de la pared a la joya; pero toda la mala impresión se desvaneció cuando ella me respondió:
— Sí voy. ¿Cuándo embarcas?
— Dentro de dos o tres días.
— Sí voy.
Le agradecí de rodillas. Había encontrado a mi Marcela de los primeros días, le dije; ella sonrió y fue a guardar la joya, mientras yo bajaba las escaleras.

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Capítulo XVII de la novela Memórias póstumas de Brás Cubas, 1880. Traducción libre.

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