lunes, 5 de junio de 2023

Nuestras personas perdidas

Por Planetaencrisis

Cuando alguien importante para nosotros muere nos quedan los recuerdos de las cosas compartidas y la imagen de la fisionomía que esa persona tenía al morir.

Van pasando los años y seguimos evocando su voz, sus ojos, detalles de su cuerpo, su gestualidad, todo ello detenido en el tiempo; un modo de ser que no cambia, un rostro que no envejece, sino que muy lenta y casi imperceptiblemente se va haciendo menos nítido, como una fotografía impresa en papel que va perdiendo su color y su nitidez.

Pasa lo mismo con la gente que hace mucho tiempo no vemos. Nos aferramos a vivencias que permanecen en la memoria, imágenes sensoriales de algún momento especial: un olor que parece flotar de repente en el aire, el sabor de una bebida, los colores de un paisaje, la risa, el premio del descanso, el afecto, el descubrimiento de la vida que causa placer, pero todo es huidizo y fantasmal.

Es la imagen de un espejismo la que atesoramos, pues las personas cambian (y cambian mucho) con el tiempo, y las cosas que en el pasado nos unieron pudieran haber desaparecido de nuestras vidas o haber sido relegadas a la buhardilla existencial.

Pero aun en el baúl, esos recuerdos de las personas que hemos perdido siguen teniendo poder sobre nosotros, algunos de ellos manifestándose dolorosos como una herida o enconosos como una espina, otros apareciendo sin previo aviso en sueños y pensamientos que preferimos no enfrentar.

A veces lo que más duele es la forma cómo perdimos el contacto con esas personas importantes, ya sea por un simple malentendido, por diferencias que causaron decepción o hastío o por la falta de convivencia que da el haber tomado caminos diferentes.

La muerte es una valla infranqueable, pero alejar a una persona simplemente no manteniendo contacto con ella es un poco como dejarla morir. Matamos a la gente con el distanciamiento.

Incluso es posible que por terquedad, o por circunstancias fuera de nuestro control, nos hayamos apartado de personas inmensamente importantes, como una madre, un padre, hijos, hermanos, o de alguien a quien alguna vez amamos con pasión y por quien todavía sentimos genuino cariño.

He visto a hijos alejarse de sus padres por muchísimos años, hasta que el vínculo filial, si bien no se ha roto, se ha vuelto tan delgado como un hilo invisible y no es suficiente para reconstruir la relación.

A algunas personas las dejamos ir sin percatarnos de cuánto nos gustaba su compañía, su amistad, sus enseñanzas, su cercanía que ahora nos hace falta.

A veces tardamos décadas en reconocer que amamos, que necesitamos al otro a pesar de lo difícil que resulta convivir, o simplemente desearíamos haber privilegiado el crecimiento compartido y haber forjado un vínculo capaz de vencer todo lo disfuncional.

En el fondo de nuestro corazón sentimos el deseo de haber actuado de forma diferente ante personas y situaciones, nos arrepentimos. Pero aquello vivido no volverá jamás.

Solo podemos rescatar a alguien del pasado construyendo nuevas vivencias, que deben ser gratificantes en buena medida. Solamente el crecimiento compartido puede volver a dibujar la ruta hacia el encuentro del otro, lo que en última instancia es la sal de la vida y aquello que da sentido a todo lo demás.

Es preciso crear una narrativa distinta, tendiendo puentes mediante cosas que aún existan en común, pero descubriendo en ese alguien todo lo novedoso y fascinante que pueda encerrar su actual realidad.

Claro que todo eso requiere, en primer lugar, de convivencia, tiempo compartido y un esfuerzo importante de nuestra parte. Además necesitamos ejercer humildad, autocrítica, intuición y capacidad para adaptarnos a circunstancias desconocidas.

Y se requiere, sobre todo, de una voluntad semejante por parte de la otra persona.

Puede ser que seamos capaces de lograr este cometido antes de que perdamos para siempre la oportunidad. En caso contrario, seguramente lo vamos a lamentar.


No hay comentarios.: