(fragmento de Un mundo feliz)
Aldous Huxley
A aquella hora Bernard dormía profundamente y sonreía en el particular
paraíso de sus sueños. Pero, inexorablemente, cada treinta segundos, la manecilla
del reloj eléctrico colgado sobre su cama saltaba hacia delante, haciendo un
chasquido casi imperceptible. Clic, clic, clic, clic...
Y llegó la mañana. Bernard estaba de nuevo entre las
miserias del espacio y del tiempo. Cuando iba en taxi a su trabajo en el Centro
de Condicionamiento estaba de un ánimo deplorable. La embriaguez del éxito se
había disipado; volvía sobriamente a ser el mismo de antes y, en contraste con
el hinchado globo de las últimas semanas, su antiguo yo parecía muchísimo más
pesado que la atmósfera que lo rodeaba.
El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con
aquel Bernard desinflado.
-Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís —dijo,
cuando Bernard, en tono quejumbroso, le contó su lastimoso fracaso—. ¿Recuerdas
la primera vez que hablamos? Delante de la casucha. Ahora eres como eras entonces.
-Porque vuelvo a ser desdichado; por eso.
-Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de
esa felicidad falsa, embustera, que tenías aquí.
-¡Vaya, me gusta eso! —dijo Bernard con amargura—. ¡Cuando
tú tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta lograste que todos
se volvieran contra mí.
Bernard sabía que todo cuanto decía era absurdo e injusto.
Admitía para sus adentros la verdad de todo lo que el Salvaje le decía acerca
del poco valor de unos amigos que, ante una leve provocación, podían volverse
unos encarnizados enemigos. Pero, a pesar de saber todo esto y de reconocerlo,
a pesar del hecho de que el apoyo y la simpatía de su amigo eran ahora su único
consuelo, Bernard siguió alimentando perversamente, junto con su sincero pesar,
un secreto agravio contra el Salvaje; y maquinaba un plan de pequeñas venganzas
contra él. Pensar en algo contra el Archichantre comunal hubiese sido inútil; y
no había posibilidad alguna de vengarse del Envasador Jefe o del Subdirector de Predestinación. Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard, una gran
cualidad por encima de los demás: era accesible. Una de las
principales funciones de un amigo radica en sufrir (en forma suave y simbólica)
los castigos que queremos y no podemos infligir a nuestros enemigos.
El otro amigo-víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando se
sintió derrotado, Bernard acudió a él e imploró de nuevo su amistad, que en sus
días de prosperidad había juzgado inútil conservar, y Helmholtz se la otorgó sin
una queja, sin un comentario, como si se le hubiera olvidado que hubiese habido
jamás algún disgusto entre ellos. Conmovido, Bernard se sintió humillado por
tal magnanimidad, cualidad más extraordinaria aún, y por lo tanto, aún más
humillante, porque no se debía a una dosis de soma, sino que era por completo
producto de la buena índole de Helmholtz. Era el Helmholtz de la vida diaria el
que olvidaba y perdonaba, no el Helmholtz de las vacaciones, cuando le dan a
uno medio gramo de soma. Bernard se mostró debidamente agradecido (era un
alivio enorme haber vuelto a encontrar a su amigo) y a la par debidamente
resentido (sería un gran placer vengarse de Helmholtz por su generosidad).
La primera vez que conversaron después de haberse reconciliado,
Bernard le contó toda la historia de sus desdichas y aceptó sus consuelos.
Pocos días después se enteró, con sorpresa y no sin cierto bochorno, de que él
no era el único en hallarse en apuros. También Helmholtz había entrado en
conflicto con la Autoridad.
-Fue por unos versos —le explicó Helmholtz—. Yo daba mi
curso habitual de Ingeniería Emocional Superior a los alumnos de tercer año.
Doce lecciones, la séptima de las cuales trata de versos. “Sobre el uso de los versos
rimados en la Propaganda Moral y en la publicidad”, para ser exactos. Siempre
ilustro mis clases con numerosos ejemplos técnicos. Esta vez se me ocurrió
ofrecerles como ejemplo algo que yo acababa de escribir. Pura locura, desde
luego, pero no pude resistir la tentación. —Se echó a reír—. Tenía curiosidad
por ver cuáles serían sus reacciones. Además —agregó poniéndose serio—, quería
hacer un poco de propaganda; quería hacerles sentir algo de lo que sentí yo al
escribir aquellos versos. ¡Ford! —volvió a reír—. ¡El escándalo que se armó! El
Director Jefe me llamó y me amenazó con echarme inmediatamente a la calle. ¡Ya
estoy fichado!
-Pero, ¿qué decían tus versos? —preguntó Bernard.
-Hablaban de la soledad.
Bernard arqueó las cejas.
-Si quieres, te los recito.
Y Helmholtz empezó:
El comité de ayer
aún suena en mis oídos
cual eco apagado
de lejano zumbido;
flota la medianoche
en la ciudad vacía,
las máquinas paradas
y los rostros dormidos;
desiertos los lugares
donde se apiña la
gente...
se juntan los
silencios
dulces, tristes,
alegres,
y hablan, pero con
voces
que yo entender no
puedo,
nostalgias de Susana
y de Egeria, sus
senos,
ausencia de los
brazos,
senos, labios, traseros
forma una presencia;
¿cuál…? Y me pregunto,
¿por qué una esencia absurda?
absurda de vacío, que
no es,
de algo hecho de nada,
pero que satura la
noche
más que ésta a quien
poseo
tan lleno de tristeza.
-Bueno —prosiguió Helmholtz—, les puse estos versos como
ejemplo y ellos me denunciaron al Director Jefe.
-No me sorprende —dijo Bernard—. Son precisamente lo opuesto
a todas las enseñanzas que se dan durante el sueño. Recuerda que ellos han
recibido al menos doscientas cincuenta mil advertencias contra la soledad.
-Lo sé. Pero quería ver el efecto que les causaba.
-Bueno, pues ya lo has visto.
Helmholtz se echó a reír.
-Creo —dijo tras una pausa— que ahora tengo un tema sobre el
cual escribir. Me parece que empiezo a poder usar este poder que siento en mí,
interno, latente. Siento que está viniendo a mí.
Bernard pensó que, a pesar de todas las contrariedades que
enfrentaba, Helmholtz parecía ser muy feliz.
………………..
Para los que no la
conocen, #martesdecuentos es una
iniciativa para divulgar los clásicos de la literatura universal a través del blogueo de cuentos y fragmentos
o extractos de obras. Algunos han sido intervenidos con un formato más corto o con
un título ficticio. El texto arriba es parte del capítulo XII de la novela Un
mundo feliz (1932). El título, por
supuesto, es una indecorosa intervención.
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