martes, 9 de abril de 2013

La inspiración

(fragmento de Un mundo feliz)

Aldous Huxley

A aquella hora Bernard dormía profundamente y sonreía en el particular paraíso de sus sueños. Pero, inexorablemente, cada treinta segundos, la manecilla del reloj eléctrico colgado sobre su cama saltaba hacia delante, haciendo un chasquido casi imperceptible. Clic, clic, clic, clic...

Y llegó la mañana. Bernard estaba de nuevo entre las miserias del espacio y del tiempo. Cuando iba en taxi a su trabajo en el Centro de Condicionamiento estaba de un ánimo deplorable. La embriaguez del éxito se había disipado; volvía sobriamente a ser el mismo de antes y, en contraste con el hinchado globo de las últimas semanas, su antiguo yo parecía muchísimo más pesado que la atmósfera que lo rodeaba.

El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel Bernard desinflado.
-Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís —dijo, cuando Bernard, en tono quejumbroso, le contó su lastimoso fracaso—. ¿Recuerdas la primera vez que hablamos? Delante de la casucha. Ahora eres como eras entonces.
-Porque vuelvo a ser desdichado; por eso.
-Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa felicidad falsa, embustera, que tenías aquí.
-¡Vaya, me gusta eso! —dijo Bernard con amargura—. ¡Cuando tú tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta lograste que todos se volvieran contra mí.

Bernard sabía que todo cuanto decía era absurdo e injusto. Admitía para sus adentros la verdad de todo lo que el Salvaje le decía acerca del poco valor de unos amigos que, ante una leve provocación, podían volverse unos encarnizados enemigos. Pero, a pesar de saber todo esto y de reconocerlo, a pesar del hecho de que el apoyo y la simpatía de su amigo eran ahora su único consuelo, Bernard siguió alimentando perversamente, junto con su sincero pesar, un secreto agravio contra el Salvaje; y maquinaba un plan de pequeñas venganzas contra él. Pensar en algo contra el Archichantre comunal hubiese sido inútil; y no había posibilidad alguna de vengarse del Envasador Jefe o del Subdirector de Predestinación. Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard, una gran cualidad por encima de los demás: era accesible. Una de las principales funciones de un amigo radica en sufrir (en forma suave y simbólica) los castigos que queremos y no podemos infligir a nuestros enemigos.

El otro amigo-víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando se sintió derrotado, Bernard acudió a él e imploró de nuevo su amistad, que en sus días de prosperidad había juzgado inútil conservar, y Helmholtz se la otorgó sin una queja, sin un comentario, como si se le hubiera olvidado que hubiese habido jamás algún disgusto entre ellos. Conmovido, Bernard se sintió humillado por tal magnanimidad, cualidad más extraordinaria aún, y por lo tanto, aún más humillante, porque no se debía a una dosis de soma, sino que era por completo producto de la buena índole de Helmholtz. Era el Helmholtz de la vida diaria el que olvidaba y perdonaba, no el Helmholtz de las vacaciones, cuando le dan a uno medio gramo de soma. Bernard se mostró debidamente agradecido (era un alivio enorme haber vuelto a encontrar a su amigo) y a la par debidamente resentido (sería un gran placer vengarse de Helmholtz por su generosidad).

La primera vez que conversaron después de haberse reconciliado, Bernard le contó toda la historia de sus desdichas y aceptó sus consuelos. Pocos días después se enteró, con sorpresa y no sin cierto bochorno, de que él no era el único en hallarse en apuros. También Helmholtz había entrado en conflicto con la Autoridad.

-Fue por unos versos —le explicó Helmholtz—. Yo daba mi curso habitual de Ingeniería Emocional Superior a los alumnos de tercer año. Doce lecciones, la séptima de las cuales trata de versos. “Sobre el uso de los versos rimados en la Propaganda Moral y en la publicidad”, para ser exactos. Siempre ilustro mis clases con numerosos ejemplos técnicos. Esta vez se me ocurrió ofrecerles como ejemplo algo que yo acababa de escribir. Pura locura, desde luego, pero no pude resistir la tentación. —Se echó a reír—. Tenía curiosidad por ver cuáles serían sus reacciones. Además —agregó poniéndose serio—, quería hacer un poco de propaganda; quería hacerles sentir algo de lo que sentí yo al escribir aquellos versos. ¡Ford! —volvió a reír—. ¡El escándalo que se armó! El Director Jefe me llamó y me amenazó con echarme inmediatamente a la calle. ¡Ya estoy fichado!
-Pero, ¿qué decían tus versos? —preguntó Bernard.
-Hablaban de la soledad.

Bernard arqueó las cejas.
-Si quieres, te los recito.
Y Helmholtz empezó:

El comité de ayer
aún suena en mis oídos
cual eco apagado
de lejano zumbido;

flota la medianoche
en la ciudad vacía,
las máquinas paradas
y los rostros dormidos;

desiertos los lugares
donde se apiña la gente...
se juntan los silencios
dulces, tristes, alegres,
y hablan, pero con voces
que yo entender no puedo,
nostalgias de Susana
y de Egeria, sus senos,

ausencia de los brazos,
senos, labios, traseros
forma una presencia;
¿cuál…? Y me pregunto,
¿por qué una esencia absurda?

absurda de vacío, que no es,
de algo hecho de nada,
pero que satura la noche
más que ésta a quien poseo
tan lleno de tristeza.

-Bueno —prosiguió Helmholtz—, les puse estos versos como ejemplo y ellos me denunciaron al Director Jefe.
-No me sorprende —dijo Bernard—. Son precisamente lo opuesto a todas las enseñanzas que se dan durante el sueño. Recuerda que ellos han recibido al menos doscientas cincuenta mil advertencias contra la soledad.
-Lo sé. Pero quería ver el efecto que les causaba.
-Bueno, pues ya lo has visto.
Helmholtz se echó a reír.
-Creo —dijo tras una pausa— que ahora tengo un tema sobre el cual escribir. Me parece que empiezo a poder usar este poder que siento en mí, interno, latente. Siento que está viniendo a mí.

Bernard pensó que, a pesar de todas las contrariedades que enfrentaba, Helmholtz parecía ser muy feliz.

………………..
Para los que no la conocen, #martesdecuentos es una iniciativa para divulgar los clásicos de la literatura universal a través del blogueo de cuentos y fragmentos o extractos de obras. Algunos han sido intervenidos con un formato más corto o con un título ficticio. El texto arriba es parte del capítulo XII de la novela Un mundo feliz (1932). El título, por supuesto, es una indecorosa intervención.

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