domingo, 11 de marzo de 2012

Tatuajes

William Ospina

La tierra se mueve, sacudiendo estos termiteros humanos que llamamos ciudades, y el temblor superficial de los mares se exalta ante nuestros diminutos ojos de ácaros en tsunamis incontenibles que arrastran ciudades y hacen colapsar centrales nucleares.

“La piel desnuda del planeta”, como llamaba al mar Pablo Neruda, es sensitiva y está comunicada. Las olas del tsunami del Japón horas después estaban agrietando los glaciares de la Antártida. El globo tiene sus alarmas: árboles y yerbas son sus antenas; las criaturas de la tierra, el mar y el cielo son sus sensores; antes del terremoto los animales se asustan, ladran los perros, escapan las ranas, las bandadas levantan el vuelo.

Sólo la más inteligente de las especies nunca sabe qué hacer ante esas catástrofes y ni siquiera las presiente. Y en nuestras tierras no sólo no advierte por instinto que algo anda mal, sino que ni siquiera escucha advertencias expresas, se ríe del peligro, espera en la orilla a que pase el río llevándose sus pueblos y sus gentes.

Somos una especie extraña, y nuestros líderes son síntesis perfecta y magnificación de nuestros defectos. Por eso va tan bien la economía mundial, por eso los Estados Unidos ya deben más de lo que producen. Y por eso no quieren, ellos, que viven descalificando a todo el mundo, que su manejo de la deuda sea calificado. Fieles a la tradición publicitaria de que es el propio fabricante el único que se anima a alabar las excelencias del producto, esos líderes siguen repitiendo ante el arco absorbente de las ruedas de prensa que somos los mejores y que todo va bien.

Si la humanidad tiene la terca costumbre de apagar los incendios con gasolina, los líderes no son inferiores a ese ejemplo y utilizan cuchillos para cerrar heridas, combaten pequeños conflictos con grandes guerras, ignoran que la violencia sólo se puede combatir con inteligencia.

Pero en estos días parece que en la especie humana los sensores están funcionando: los pueblos advierten que este complejo de crisis ha sido alentado y usufructuado por sus líderes, y empiezan a moverse. La marea de rebeliones en los países árabes avanzó como un tsunami por Túnez, por Egipto, por Libia, y está sacudiendo a Siria y a Marruecos. La ola de los ciudadanos indignados de España, de Israel, de Grecia y Chipre, es otra de las caras de esta reacción en cadena.

Pero si en todas partes los movimientos han sido pacíficos, salvo en Libia, ante cuya tragedia las sensitivas potencias de Occidente se conmovieron más de la cuenta y cayeron como buitres a alimentar el incendio, ya la inconformidad parece cambiar de tono. Londres ha visto extenderse las explosiones de violencia que antes quedaban confinadas en los distritos más conflictivos. A lo mejor pronto veremos hasta en Estados Unidos la marea de los indignados.

Tatuadas con violencia en la piel de este mundo, las ciudades curiosamente han sido sordas y ciegas, aunque el planeta hace rato da señales de alarma: en las favelas de Río, en las barriadas de Medellín, en las hambrunas de Somalia, en los incendios del Amazonas, en los desplazamientos de Sudán, en los ríos de plástico que derivan por los océanos, en los truenos del glaciar, en las inundaciones de Colombia, en las incontenibles lanchas y avionetas de los narcotraficantes que sacian de alcaloides la angustia existencial de los países ricos. Pero la industria no controla el calentamiento global que provoca, nadie frena el saqueo de la selva, nadie brinda oportunidades de vida y de dignidad a esos desterrados que huyen, a esos niños despojados que se matan por monedas. Y los dirigentes de la humanidad muestran su sabiduría habitual: “más represión”, anuncia Cameron en Inglaterra; “siempre seremos los mejores”, declara Obama en Washington; la fuerza pública quiere cerrar el paso a los muchachos de Sol y de la Plaza Catalunya.

Aunque no todo son malas noticias. Un equipo médico de la Universidad de Illinois, ese campus solemne perdido tras los campos continentales de maíz, ha anunciado la invención de un adhesivo electrónico temporal que en la piel de los humanos será capaz de medir la actividad eléctrica del corazón, del cerebro y de los músculos. Es el comienzo del desarrollo de una suerte de epidermis casi invisible que hará surgir ante nosotros toda la actividad desconocida de ese otro mundo, tan infinito como el mundo, que es el cuerpo humano.

Pasaremos de las artesanales rutinas del médico que tomaba nuestro pulso y auscultaba nuestro pecho, de los tensómetros y los termómetros, y de las incómodas hidras de sensores que hacían nuestros electrocardiogramas, a finos tatuajes sensibles que no por ser útiles dejarán de ser decorativos y rituales, como los que cubren hoy las pieles de los adolescentes en todas partes.

Y esos tatuajes electrónicos cumplirán para nuestra salud el papel que han debido cumplir, y no han cumplido, las extensas ciudades del planeta: advertir con elocuencia en la superficie el mensaje de las profundidades.

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Publicado por El Espectador el 14-11-2011.

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