domingo, 4 de marzo de 2012

El filósofo y el poeta

William Ospina

¿Es posible el diálogo? Cuando se formula esta pregunta, los colombianos tendemos a pensar sólo en el diálogo entre facciones políticas enfrentadas, y sobre todo en el muchas veces intentado y muchas veces fracasado diálogo con las guerrillas para poner fin al desangre que padece Colombia hace cuarenta años.

Pero la pregunta va más allá, no habla exclusivamente del diálogo entre enemigos encarnizados y listos a asesinarse, sino del sencillo diálogo entre personas comunes en una época que padece todo un sistema de monólogos: el monólogo del poder, el de la academia, el de la neurosis, el de los medios de comunicación.

Hace un mes, en la instalación del Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires, el filósofo Gianni Vattimo afirmó su escepticismo frente al llamado al diálogo que suele hacerse en nuestra época, y sostuvo que ese diálogo forma parte más de la retórica política que de las posibilidades reales de la sociedad moderna. Dijo que el diálogo, como lo ha propuesto la filosofía, ya era dudoso desde los tiempos de Platón, y hasta insinuó que incluso los diálogos platónicos suponen cierta manipulación de un interlocutor que supuestamente no sabe, por parte de un filósofo que supuestamente sabe, y se empeña en llevar al otro en una determinada dirección.

Vattimo concluyó que el diálogo es muy difícil mientras persistan las condiciones de desigualdad que caracterizan a los interlocutores en la sociedad contemporánea, ya que un diálogo verdadero tiene como supuesto la igualdad; es decir, no puede haber diálogo mientras quienes hablan no tengan igual dignidad, igual respetabilidad, igual derecho a opinar. En su discurso, provocador e irónico, Vattimo se propone menos negar el diálogo que subrayar la extrema dificultad en que se encuentra en nuestra época ese instrumento de la cultura, enfrentar la leyenda rosa de un diálogo sin conflictos y sin dificultades, y convertir en tema del diálogo al diálogo mismo.

La verdad es que hay dos grandes vacíos en nuestro sistema educativo: como me decía en estos días el escritor Julio César Londoño, nos enseñan a leer pero no nos enseñan a entender lo que se lee, quieren enseñarnos a dialogar pero no nos enseñan a escuchar. Todo el modelo educativo daría un inmenso salto adelante si lograra mejorar nuestra capacidad de comprender lo que se lee y nuestra capacidad de escuchar con lealtad a los interlocutores, así sea para poder estar verdaderamente en desacuerdo con ellos.

En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre todos quisiéramos acordarnos, se dio hace cuatro siglos uno de los experimentos más audaces y generosos de la humanidad. España era entonces un reino rencoroso en el que imperaba el más abrumador fanatismo, lo que hoy se llamaría “el pensamiento único”. Bajo el imperio intimidante de una iglesia criminal, y bajo la férula de una monarquía excluyente, nadie tenía derechos si no era lo que se llamaba entonces “cristiano viejo”; los abominables reyes católicos habían impuesto la práctica fascista de la “pureza de sangre”, y la sola sospecha de que alguien fuera distinto, es decir, sobre todo moro o judío, no sólo invalidaba sus opiniones sino que le negaba el derecho a formar parte de la comunidad.

Y fue entonces cuando Cervantes, uno de los hombres más sutiles y civilizados de su tiempo, escribió aquel libro sobre un caballero que enloquece de tanto leer, que llega a creerse, ya en su vejez, un paladín fantástico, y sale a los campos a cabalgar en busca de aventuras. Don Quijote advirtió casi enseguida que algo le faltaba, y volvió a su aldea, como dice Fernando Vallejo, “no a buscar un escudero, sino un interlocutor”. La única aventura que iba a vivir aquel caballero lunático y conmovedor era la aventura de dialogar con alguien, y escogió a la persona más distinta que podía haber en el vecindario: un mozo iletrado y crédulo que fuera su compañero y su criado.

A partir de ese momento la novela de Cervantes se propone como un diálogo en todos los sentidos imaginables, pero sobre todo, y aquí está cifrado el generoso pensamiento de Cervantes, un diálogo entre seres distintos y desiguales. Entre el amo y el criado, entre el joven y el viejo, entre el maestro y el discípulo, entre un lector de libros y un repetidor de refranes, entre la memoria oral y la memoria escrita, entre el espíritu práctico y el espíritu soñador, entre la locura y la cordura, entre la fantasía y la realidad. Sería impreciso decir que “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” es simplemente una novela: es el más formidable alegato de la historia a favor de la posibilidad de un diálogo aun en las condiciones de mayor desigualdad, de mayor asimetría en términos de información y de rango.

Cervantes, a diferencia de Vattimo, parece decirnos que el diálogo sobre todo es posible entre distintos y entre desiguales; que si nos sentamos a esperar la igualdad absoluta entre los interlocutores, el diálogo no ocurrirá jamás; que nos va a tocar dialogar desde el barro improvisado de nuestra cotidianidad, y que es ese diálogo imperfecto, trunco, inarmónico, improbable y episódico el único manantial del que puede salir finalmente la fraternidad humana y el entendimiento recíproco, aun en las condiciones más adversas.

Debe ser por eso que, para ser más desafiante, dados los hábitos de su época, Cervantes fingió no ser el autor de su novela, y atribuyéndole toda esa nobleza, toda esa generosidad, al más odiado paria que España tenía por entonces, declaró desde el comienzo que el libro había sido escrito por un moro.

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Publicado por El Espectador el 13-12-2008.

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