martes, 31 de enero de 2012

Los agrimensores

Alejo Carpentier

Una mañana aparecieron los Agrimensores. Es necesario haber visto a los Agrimensores en plena actividad para comprender el espanto que puede producir la presencia de esos seres con oficio de insectos. Los Agrimensores que habían descendido a la Llanura, venidos del remoto Port-au-Prince por encima de los cerros nublados, eran hombres callados, de tez muy clara, vestidos —era preciso reconocerlo—de manera bastante normal, que desenrollaban largas cintas sobre el suelo, hincaban estacas, cargaban plomadas, miraban por unos tubos, y por cualquier motivo se erizaban de reglas y de cartabones. Cuando Ti Noel vio que esos personajes sospechosos iban y venían por sus dominios, les habló enérgicamente. Pero los Agrimensores no le hicieron caso. Andaban de aquí para allá, insolentemente, midiéndolo todo y apuntando cosas con gruesos lápices de carpintero, en sus libros grises. El anciano advirtió con furor que hablaban el idioma de los franceses, aquella lengua olvidada por él desde los tiempos en que Monsieur Lenormand de Mezy lo había jugado a las cartas en Santiago de Cuba.

Tratándolos de hijos de perra, Ti Noel los conminó a retirarse, gritando de tal manera que uno de los Agrimensores acabó por agarrarlo por el cogote, echándolo del campo de visión de su lente con un fuerte reglazo en la barriga. El viejo se ocultó en su chimenea, sacando la cabeza tras del paraván de oromandel para ladrar imprecaciones. Pero al día siguiente, andando por la Llanura en busca de algo que comer, observó que los Agrimensores estaban en todas partes y que unos mulatos a caballo, con camisas de cuello abierto, fajas de seda y botas militares, dirigían grandes obras de labranza y deslinde, llevadas a cabo por centenares de negros custodiados. Montados en sus borricos, cargando con las gallinas y los cochinos, muchos campesinos abandonaban sus chozas, entre gritos y llantos de mujeres, para refugiarse en los montes. Ti Noel .supo, por un fugitivo, que las tareas agrícolas se habían vuelto obligatorias y que el látigo estaba ahora en manos de Mulatos Republicanos, nuevos amos de la Llanura del
Norte.

Mackandal no había previsto esto del trabajo obligatorio. Tampoco Bouckman, el jamaiquino. Lo de los mulatos era novedad en que no pudiera haber pensado José
Antonio Aponte, decapitado por el marqués de Someruelos, cuya historia de rebeldía era conocida por Ti Noel desde sus días de esclavitud cubana. De seguro que ni siquiera Henri Christophe hubiera sospechado que las tierras de Santo Domingo irían a propiciar esa aristocracia entre dos aguas, esa casta cuarterona, que ahora se apoderaba de las antiguas haciendas, de los privilegios y de las investiduras. El anciano alzó los ojos llenos de nubes hacia la Ciudadela La Ferriére. Pero su mirada no alcanzaba ya tales lejanías. El verbo de Henri Christophe se había hecho piedra y ya no habitaba entre nosotros. De su persona prodigiosa sólo quedaba, allá en Roma, un dedo que flotaba en un frasco de cristal de roca, lleno de agua de arcabuz. Y  por mejor seguir aquel ejemplo, la reina
Maria Luisa, luego de llevar a sus hijas a los baño de Carlsbad, había dispuesto por testamento que su pie derecho fuese conservado en alcohol por los capuchinos de Pisa, en una capilla construida gracias a su piadosa munificencia.

Por más que pensara, Ti Noel no veía la manera de ayudar a sus súbditos nuevamente encorvados bajo la tralla de alguien. El anciano comenzaba a desesperarse ante ese inacabable retoñar de cadenas, ese renacer de grillos, esa proliferación de miserias, que los más resignados acababan por aceptar como prueba de la inutilidad de toda rebeldía. Ti Noel temió que también le hicieran trabajar sobre los surcos, a pesar de su edad. Por ello, el recuerdo de Mackandal volvió a imponerse a su memoria. Ya que la vestidura de hombre solía traer tantas calamidades, más valía despojarse de ella por un tiempo, siguiendo los acontecimientos de la Llanura bajo aspectos menos llamativos. Tomada esa decisión, Ti Noel se sorprendió de lo fácil que es transformarse en animal cuando se tienen poderes para ello.

Como prueba se trepó a un árbol, quiso ser ave, y al punto fue ave. Miró a los
Agrimensores desde lo alto de una rama, metiendo el pico en la pulpa violada de un caimito. Al día siguiente quiso ser garañón y fue garañón; mas tuvo que huir prestamente de un mulato que le arrojaba lazos para castrarlo con un cuchillo de cocina. Hecho avispa, se hastió pronto de la monótona geometría de las edificaciones de cera. Transformado en hormiga por mala idea suya, fue obligado a llevar cargas enormes, en interminable caminos, bajo la vigilancia de unos cabezotas que demasiado le recordaban los mayorales de Lenormand de Mezy, los guardias de Christophe, los mulatos de ahora. A veces los cascos de un caballo destrozaban una columna de trabajadores, matando a centenares de individuos. Terminado el suceso los cabezotas volvían a ordenar la fila, se volvía a dibujar el camino, y todo seguía como antes, en un mismo ir y venir afanoso.

Como Ti Noel sólo era un disfrazado, que en modo alguno se consideraba solidario de la Especie, se refugió, solo, debajo de su mesa. Que fue, aquella noche, su resguardo contra una llovizna persistente que levantó sobre los campos un pajizo olor de espartos mojados.

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Este texto es la parte III del cuarto y último capítulo de la novela El reino de este mundo, 1949. Para quienes no la conocen, la iniciativa #martesdecuentos, presentada en este blog algunos días martes, es una selección de cuentos y narraciones en la que se incluyen también composiciones hechas a partir de extractos de novelas u otras obras literarias, algunas veces intervenidas mediante un título ficticio, a fin de presentar al lector un relato corto representativo del texto original.

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