martes, 27 de diciembre de 2011

El hombre

Clarice Lispector

Entre un instante y otro, entre el pasado y el futuro, la vaguedad blanca del intervalo. Vacío como la distancia de un minuto a otro en la circunferencia del reloj. El fondo de los acontecimentos irguiéndose callado y muerto, un pedazo de la eternidad.

Apenas un momento detenido, tal vez separando un trecho de la vida del siguiente. Ni un segundo, no pudo calcular el tiempo que, sin embargo, era largo como una línea recta infinita. Profundo, llegado de lejos, un pájaro negro, un punto creciendo en el horizonte, aproximándose a la conciencia como una pelota lanzada desde el final hacia el comienzo. Y explotando ante los ojos perplejos en la esencia del silencio.

Dejando tras de sí el intervalo perfecto como único sonido vibrando en el aire. Renacer después, guardar la memoria extraña del intervalo, sin saber cómo incorporarlo a la vida. Cargar para siempre el pequeño punto vacío —deslumbrado y virgen, demasiado fugaz para dejarse desvendar.

Joana lo sintió mientras atravesaba el pequeño jardín de Lidia, ignorando adónde iría, con la certeza apenas de que dejaba atrás todo lo vivido. Cuando cerró la portezuela se alejó de Lidia, de Octavio, y, nuevamente sola en sí misma, caminó.

Un comienzo de tempestad se había calmado y el aire fresco circulaba dulcemente. Subió otra vez la montaña y su corazón latía aún sin ritmo. Buscaba la paz de aquellos caminos a esa hora, entre la tarde y la noche, una cigarra invisible susurrando el mismo canto. Los viejos muros húmedos en ruinas, invadidos de hiedra y enredaderas sensibles al viento. Se detuvo y, ya sin pasos, escuchó el silencio moverse. Solo su cuerpo perturbaba aquella serenidad. La imaginaba sin su presencia y adivinaba la frescura que deberían tener aquellas cosas muertas, mezcladas unas con otras, frágilmente vivas como en el comienzo de la Creación.

Las altas casas cerradas, recogidas como torres. Se llegaba a uno de los caserones por una larga calle sombría y quieta, el fin del mundo. Junto a él apenas se observaba un declive, el nacimiento de otra calle, y se podía entender que no era el final. La casona baja y ancha, los vidrios quebrados, las celosías de madera cerradas, cubiertas de polvo. Conocía bien aquel jardín donde se mezclaban blandos mogotes de hierba, rosas rojas, viejas latas oxidadas. Bajo los jazmines en flor encontraría los periódicos desteñidos, pedazos de madera húmeda de antiguos injertos. Entre los árboles pesados y envejecidos, los gorriones y las palomas pellizcaban el suelo desde siempre. Un pajarillo detenía su vuelo, paseaba por los alrededores hasta desaparecer tras los arbustos. La casona orgullosa y dulce en sus escombros. Morir allí. A aquella casa solo se podía llegar al final de todo. Morir en aquella tierra húmeda, tan buena para recibir un cuerpo muerto. Pero no era la muerte lo que ella quería, tenía miedo también.

Un hilo de agua corría sin cesar por la pared oscura. Joana se detuvo un instante y lo miró, vacía, impasible. En uno de sus paseos ella se había sentado junto al portoncito oxidado, el rostro apretado contra los barrotes helados, intentando sumergirse en el olor húmedo y oscuro del terreno. Aquella quietud cerrada, el perfume. Pero eso había sido hace mucho tiempo. Ahora ella se había separado del pasado.

Siguió caminando. Ya no sentía el calor de la fiebre que la conversación con Lidia le había causado. Estaba pálida y el excesivo cansancio la hacía casi leve, los rasgos más finos, purificados. De nuevo esperaba un final, el final que jamás llegaba para completar sus momentos. Que bajara sobre ella algo inevitable, quería ceder, someterse. A veces sus pasos equivocaban la dirección, le pesaban, sus piernas apenas se movían. Pero ella se empujaba a sí misma, se guardaba para caer más lejos. Miraba el suelo, las rubias hierbas que renacían humildemente después de ser aplastadas.

Levantó los ojos y lo vio. Aquel mismo hombre que la seguía frecuentemente, sin jamás acercársele. Ya lo había visto muchas veces en aquellas mismas calles, durante el paseo vespertino. No se sorprendió. Alguna cosa habría de venir de algún modo, ella lo sabía. Afilado como un cuchillo. Sí, recién la noche anterior, acostada al lado de Octavio, ignorante de lo que sucedería al día siguiente, ella se había acordado de ese hombre. Afilado como un cuchillo...

Sintiendo un ligero vértigo al tentar divisarlo de lejos, vio al hombre multiplicado en innumerables bultos que llenaban, trémulos y deformes, el camino. Cuando se le quitó lo nublado de la visión, la frente húmeda de sudor, lo vio en contraste como un punto único y pobre caminando hacia ella, perdido en la larga calle desierta. Ciertamente él apenas la seguía, como las otras veces. Pero ella estaba cansada y se detuvo.

Cada vez más la figura del hombre se aproximaba y crecía, cada vez más Joana sentía hundirse en lo irremediable. Aún podía retroceder, todavía pudiera darse la vuelta e irse de allí, evitándolo. Y no sería como huír, ella adivinaba la humildad de aquel hombre. Nada la retenía allí, inmóvil, claramente esperando a que se aproximara. Nada la retenía, ni el miedo.

Pero aunque fuera la propia muerte la que se le acercaba, aun la vileza, la esperanza o, de nuevo, el dolor, se detuvo simplemente. Estaban cortadas las venas que la conectaban a las cosas vividas, reunidas ahora en un solo bloque lejano, exigiendo una continuación lógica, pero viejas, muertas. Solo ella misma había sobrevivido, aún respiraba. Y delante de ella un nuevo campo todavía sin color, la madrugada emergiendo. Atravesar las brumas para mirarlo. No podría retroceder, no sabía por qué retroceder. Si todavía dudaba delante del extraño cada vez más cercano era porque le temía a la vida, que otra vez se le aproximaba, implacable. Intentaba agarrarse al intervalo, existir en él, suspendida en aquel mundo frío y abstracto, sin mezclarse con la sangre.

……..
Fragmento del capítulo El hombre de la novela Cerca del corazón salvaje, 1944. Traducción libre.

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