martes, 15 de noviembre de 2011

Apuntes del subsuelo (fragmento)

Fedor Dostoievski

Díganme, por favor, ¿quién fue el primero en decir que el hombre comete vilezas por no conocer sus verdaderos intereses, que si se le ilustra, si se le abren los ojos a sus verdaderos y normales intereses, el hombre dejará inmediatamente de cometer infamias, se hará en el acto bondadoso y noble, ya que al ser ilustrado verá que en el bien radica precisamente su propio beneficio? Y es bien sabido que ningún hombre puede actuar en contra de sus propios intereses. Así, pues, haría el bien por necesidad. ¡Qué ingenio! ¡Qué ser tan puro e inocente!

Pero, ¿cuándo se ha visto, en primer lugar, durante todos estos milenios, que el individuo obrase tan solo por su propio beneficio? ¿Qué hacer con los millones de hechos que demuestran cómo los hombres, a sabiendas, es decir, comprendiendo plenamente cuál es su verdadero beneficio, lo dejan de lado y siguen un camino nuevo, al azar, a todo riesgo, y que sin estar obligados por nada ni por nadie, renuncian al camino señalado y se abren otro con obstinada tozudez, un camino difícil, absurdo, que buscan casi a tientas? Es indudable que esa obstinada tozudez, esa arbitrariedad, les resulta más grata que toda clase de beneficios.

¡El beneficio! ¿Qué es el beneficio? ¿Se comprometen, acaso, a definir con plena exactitud en qué consiste el beneficio del hombre? ¿No puede darse el caso, quizá, de que en algunas ocasiones el beneficio del hombre no sólo puede, sino que debe consistir precisamente en desear lo peor y no lo beneficioso? Y si esto es así, si este caso puede darse, toda la regla se va al demonio. ¿Qué opinan? ¿Puede darse un caso semejante? Se ríen; ríanse, señores, pero respondan: ¿se han calculado con toda exactitud los beneficios de los humanos? ¿No hay algunos, acaso, que no solo no caben, sino que no pueden caber en ninguna clasificación?

A lo que yo sé, señores, han establecido ustedes la lista de beneficios humanos con base en un promedio de las cifras estadísticas y de las fórmulas económico-científicas. Los beneficios, a juicio de ustedes, son: prosperidad, riqueza, libertad, tranquilidad, etc., etc. De forma tal que si un individuo se alzase, por ejemplo, voluntaria y abiertamente contra toda esta lista, sería considerado por ustedes, y también por mí, naturalmente, como un ignorante o un loco, ¿no es cierto? Pero lo asombroso es una cosa: ¿por qué todos estos estadistas, sabios y amantes del género humano, al enumerar los beneficios humanos, se olvidan siempre de uno de ellos? Ni siquiera lo toman en cuenta de la forma cómo debe tomarse, y de eso depende todo el cálculo.

Yo, por ejemplo, tengo un amigo… Al prepararse para llevar a cabo alguna cosa, este señor les expone con elocuencia y lucidez cómo debe proceder según las leyes de la razón y de la verdad. Más aún: con apasionada emoción les hablará de los verdaderos y normales intereses humanos, reprochará con ironía a los estúpidos miopes que no comprenden dónde radica su propio interés y el verdadero sentido de la virtud. Pero, justamente un cuarto de hora más tarde, sin ningún motivo exterior ni repentino que lo fuerce, sino obedeciendo a un impulso interior, superior a todos sus intereses, da un paso completamente distinto, es decir, hace todo lo contrario a lo que había dicho, contrario a las leyes de la razón y a sus propios intereses, en una palabra, contrario a todo… Les prevengo que mi amigo es un personaje genérico y por ello resulta difícil culparlo solo a él.

De eso se trata, señores; ¿no habrá en el mundo algo que sea, en efecto, más preciado para cada hombre que sus mejores beneficios? O (para no infringir la lógica) ¿no existirá un beneficio más beneficioso, más importante y provechoso que todos los demás beneficios y por el cual este hombre esté dispuesto, en caso de necesidad, a ir en contra de todas las leyes, es decir, contra la razón, el honor, la tranquilidad, el bienestar?

Permítanme que les explique. No se trata de un juego de palabras, sino de que este beneficio es notable precisamente por destruir a cada instante todas nuestras clasificaciones, todos los sistemas compuestos por los amantes del género humano. En otras palabras, es muy molesto. Pero antes de que les nombre este beneficio, quiero comprometerme personalmente, y por ello declaro con insolencia que todos esos magníficos sistemas, todas esas teorías que explican a la humanidad sus verdaderos y normales intereses con el fin de que ésta se haga inmediatamente bondadosa y noble en su imperioso afán de alcanzarlos, son, por ahora, a mi juicio, ¡simples sofismas!

¡Sí, sofismas! Porque sostener la teoría de la renovación de todo el género humano mediante el sistema de su propio beneficio equivale, a mi juicio, a decir, por ejemplo… siguiendo a Buckle, que la civilización dulcifica al hombre, que gracias a ellas se hace éste menos sanguinario y menos dado a la guerra. De acuerdo con la lógica de sus razonamientos resulta así. Pero el hombre está tan apegado al sistema de la deducción abstracta que es capaz de alterar intencionadamente la verdad, de no ver ni oír a fin de justificar su lógica. Y tomo precisamente este ejemplo por ser elocuente en sumo grado. Miren en torno suyo: la sangre corre a mares y, además, con tanto empuje como si fuera champaña.

¿Quieren decirme qué cosa suaviza en nosotros la civilización? Lo único que hace es desarrollar en el hombre una variedad de sensaciones, pero… decididamente nada más. Debido a la civilización, el hombre, si no se ha hecho más sanguinario, se ha hecho, por lo menos, peor que antes y más cruel. Antes consideraba justos los derramamientos de sangre y exterminaba con conciencia tranquila a quien debía. Ahora, aunque consideramos el derramamiento de sangre como una infamia, la cometemos, y todavía con más frecuencia que antes. ¿Qué es peor? Decidan ustedes.

Dicen que Cleopatra era aficionada a clavar sus alfileres de oro en el pecho de sus esclavas, cuyos gritos y contorsiones le causaban placer. Me dirán que esto ocurría en tiempos relativamente bárbaros, que los nuestros siguen siéndolo (hablando también relativamente), ya que ahora se clavan, asimismo, alfileres, y que el hombre, aunque ha aprendido a ver algunas veces con mayor claridad que en los tiempos bárbaros, está todavía muy lejos de haber aprendido a portarse tal como le dictan la razón y las ciencias. Sin embargo, están ustedes completamente convencidos de que aprenderá sin falta alguna cuando elimine definitivamente ciertos viejos y nefastos hábitos, cuando el sentido común y las ciencias reeduquen por completo y orienten la naturaleza humana.

Ustedes aseguran que el hombre entonces dejará de equivocarse voluntariamente y no querrá, por decirlo así, divorciar su voluntad de sus intereses normales. Más aún: entonces, dicen ustedes, la propia ciencia enseñará al hombre que, en realidad, carece de voluntad propia, de caprichos, y que jamás los ha tenido; que él es, ni más ni menos, la tecla de un piano o el tornillito de un órgano. De modo que todo cuanto hace no responde ni mucho menos a su deseo, sino que se hace por sí mismo, según las leyes de la naturaleza. Por consiguiente, basta con descubrir esas leyes para que el hombre no sea ya responsable de sus actos, y la vida le resulte sumamente fácil.

Entonces –todo esto lo dicen ustedes– se establecerán nuevas relaciones económicas, ya preparadas y calculadas con exactitud matemática, de modo que en un instante desaparecerán todos los problemas, por la simplísima razón de que habrá para ellos toda clase de soluciones. Entonces se construirá un palacio de cristal. Desde luego, no se puede garantizar (ahora soy yo el que habla) que la vida no sea entonces terriblemente aburrida. Porque, en efecto, ¿qué puede hacerse si todo está previsto en las tablas? En cambio, reinará la más extremada sensatez. ¡Claro, a qué no puede empujar el aburrimiento! Los alfileres de oro también se clavan por aburrimiento, mas todo eso carece de importancia.

El ser humano es tonto, fenomenalmente tonto. E ingrato; en este sentido no tiene igual en el mundo. Yo, por ejemplo, no me sorprendería en lo más mínimo si en medio de la futura sensatez general apareciese de pronto, sin causa ni motivo, algún caballero de fisionomía ruin, retrógada y burlona, que nos dijera a todos: Bueno señores, ¿no les parece que debemos sacudirnos de golpe tanta sensatez, dándole una patada y reduciéndola a polvo, con el único fin de enviar al diablo todos esos logaritmos y poder vivir, según nos dé nuestra estúpida gana? Eso de por sí solo no tendría importancia, lo malo es que sin duda encontraría adeptos. ¡Así es el hombre!

Y todo esto se debe a la más fútil de las causas, hasta el punto de que, al parecer, ni merece la pena mencionarla: se debe precisamente a que el hombre, siempre y en todas partes, quienquiera que fuese, ha querido actuar como le diera la gana y no de acuerdo con su razón o su beneficio. Nuestro propio deseo, libre y arbitrario, nuestro propio capricho, por salvaje que sea, nuestra fantasía propia, exasperada a veces hasta la locura: éste es el bien omitido, el beneficio más beneficioso, que no admite clasificación alguna y debido al cual se van constantemente al diablo todos los sistemas y todas las teorías.

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Extracto del capítulo VII de esta novela corta de 1864, también traducida como Memorias del subsuelo.

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