domingo, 6 de noviembre de 2011

Acá entre nos: Los amigos invisibles

Morena Blue

Desde 1953 y hasta finales de la década de 1980, Arturo Uslar Pietri, destacado escritor, abogado e historiador venezolano, empezó y despidió cada edición de su programa semanal de televisión Valores humanos con un saludo a los “amigos invisibles” detrás de la pantalla.

Ya sea porque el programa –una charla deliciosa sobre historia, arte, literatura y temas variadísimos– era un éxito de audiencia o porque la expresión se volvió un modismo cult, todo el mundo en Venezuela pasó a nombrar a los “amigos invisibles” para a referirse a ese público anónimo con el cual los famosos “conversan” sin mayor retroalimentación que las cartas (entonces escritas a mano) que nunca eran respondidas.

Hoy, en la era de Internet, los chats y las redes sociales, la expresión –ya desgastada– ha adquirido un nuevo y profundo significado, puesto que las personas comunes y silvestres hemos introducido a estos seres incorpóreos de tal modo en nuestras vidas que ya no podemos existir sin ellos.

Ya no se trata solo de los famosos y su público anónimo. Ahora, cada vez más gente con acceso a Internet hace de los “amigos invisibles” una opción de desahogo y compañía, mientras que las relaciones de amistad con personas de carne y hueso van siendo relegadas por el peso de las realidades cotididanas.

Así, el ama de casa, el empleado, el adolescente, el empresario, el comerciante, el profesional, el estudiante, el profesor, dedican al menos una pequeña parte de su día a comunicarse con personas la mayoría desconocidas, y ese intercambio viene a ser, no pocas veces, la más rica permuta social empática que tienen estos usuarios a lo largo del día, aparte de su entorno más allegado, pero a un costo bajísimo.

Sin desplazarse físicamente y a la vez que se conoce la actualidad local y global a la velocidad del rayo, navegando en redes sociales se puede expresar alegría, ira o tristeza sin tener que explicar las causas que impulsan estos sentimientos; se puede opinar, coquetear o agredir sin tener que responsabilizarse luego por las consecuencias de estas acciones; o se puede compartir catárticamente casi cualquier cosa, sin que importe qué sea o quién lo vea.

Los invisibles, por otra parte, carecen de los defectos de los interlocutores corpóreos: no requieren demasiados formalismos de lenguaje ni interacciones más allá de la mínima reciprocidad (a veces ni eso); no nos exigen complicadas formas de presentación –podemos estar desnudos, en pijama o acostados en nuestras camas mientras nos comunicamos– y no nos juzgan por nuestra apariencia física (a menos que así lo queramos).

Para relacionarnos con estos amigos no necesitamos ni siquiera expresarnos con nuestras propias palabras. Podemos copiar, repasar, dar “RT”, “RB”, “RP” y mil variantes parecidas, o decir “me gusta” a cosas cuyo origen se pierde en una espiral de transferencia tan insondable cuanto los números naturales o el espacio sideral.

Con estas amistades se puede llegar a experimentar auténtica afinidad, a pesar de que no se haya tenido la más mínima intimidad y aunque la permuta sea tan fugaz como el acto de pasar junto a una persona en la calle.

Si bien se está dentro de un flujo unívoco de informaciones (la red), el mensaje es, la mayor parte del tiempo, unilateral, semejante al monólogo, lo que permite al emisor sentirse con libertad suficiente para articular y manifestar las propias ideas sin censura o comedimientos.

Un plus de tal esquema comunicacional es la ilusoria impresión de que las personas se vuelven “populares” o “más interesantes” por exhibir un grueso número de amigos o seguidores virtuales, sin necesidad de que posean una imagen pública mediatizada (los verdaderamente famosos suelen tener listas inmensas).

Exentos de conveniencias y de estructuras jerárquicas aplastantes, tenemos el derecho absoluto de clasificar y rotular a nuestros “amigos” por las cosas que publican, por la forma cómo lo hacen o por los intercambios minimalistas que tengamos con ellos.

Si una cierta expresión, un material publicado, un comentario inapropiado (o la falta de ellos, todos los motivos son válidos), nos desagrada por cualquier peregrina razón, podemos deshacernos del invisible con la misma rapidez con que lo hicimos parte de nuestra red.

Bloqueo, unfollow y restricciones de todo tipo son herramientas eficaces a la hora de alejar una amistad virtual, aunque hayamos compartido meses o años de leernos mutuamente, aunque hayamos intercambiado mensajes con fruición o, inclusive, aunque hayamos tenido el ánimo suficiente para conocernos cara a cara a través de una videocámara.

Incluso los conocidos de la vida real, si figuran entre nuestros amigos virtuales, pueden pasar por la picota con la facilidad de un estornudo. “Es mi página”, argumentamos.

Tan invisibles pueden llegar a ser los amigos virtuales que, al terminar con ellos, a veces no nos queda ni el recuerdo de sus nombres, pues éstos suelen cambiar constantemente al igual que las imágenes con las que los identificamos (avatares).

Poco se parecen estos amigos invisibles a aquellos que nombraba Uslar Pietri. Los de hoy son más bien los “amigos grano de arena”, “amigos peces” en un mar vertiginoso que nunca acaba, colegas de un autobús cotidiano hacia el conocimiento de todo lo inmediato. ¡Vaya que son imprescindibles!

Nuestros amigos incorpóreos nos introducen en aquel “sentimiento oceánico” de que hablaba Freud, pero ahorrándonos la bofetada de la convivencia, evitándonos preámbulos y moralejas, permitiéndonos expresar nuestro humano egoísmo en modo fast y con la mayor libertad posible. Y por si fuera poco, no nos fallan nunca: están allí siempre, siempre, siempre.

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