miércoles, 13 de abril de 2011

En el mausoleo de la Plaza Roja Stalin duerme sin remordimientos (fragmento)

Gabriel García Márquez

Yo hablé de Stalin con mucha gente. Me parece que se expresan con mucha libertad, procurando que se salve el mito de un análisis complejo. Pero todos nuestros interlocutores de Moscú, sin excepción, nos dijeron: “Ahora las cosas han cambiado”. A un profesor de música de Leningrado que encontramos al azar le preguntamos cuál era la diferencia entre el presente y el pasado. Él no vaciló un segundo: “La diferencia es que ahora creemos”. Ese es el cargo más interesante que escuché contra Stalin.

Los libros de Frank Kafka no se encuentran en la Unión Soviética. Se dice que es el apóstol de una metafísica perniciosa. Es posible sin embargo que hubiera sido el mejor biógrafo de Stalin. Los dos kilómetros de seres humanos que hacen cola van a ver por la primera vez el cadáver de un hombre que reglamentó personalmente hasta la moral privada de la nación y que pocos vieron jamás en vida. Ninguna de las personas con quienes hablamos en Moscú recuerda haberlo visto. Sus dos apariciones anuales en los balcones del Kremlin tenían por testigos los altos jerarcas soviéticos, los diplomáticos y algunas unidades de élite de las fuerzas armadas. El pueblo no tenía acceso a la Plaza Roja durante la manifestación. Stalin sólo abandonaba el Kremlin para pasar vaciones en Crimea. Un ingeniero que participó en la construcción de las represas del Dnieper nos aseguró que en cierto momento –en la cúspide de la gloria staliniana– se puso en duda su existencia.

No se movía ni una hoja de árbol sin la voluntad de ese poder invisible. En su calidad de secretario general del partido comunista, jefe del consejo de gobierno y comandante supremo de las fuerzas armadas, concentró en sus manos una cantidad de poder difícil de imaginar. No volvió a convocar el congreso del partido. En virtud de la centralización que él mismo impuso al sistema administrativo concentró en su cerebro hasta los resortes más sutiles de la nación. Durante 15 años no pasó un día sin que los periódicos mencionaran su nombre.

No tenía edad. Cuando murió había pasado de los 60 años, tenía la cabeza completamente blanca y empezaban a revelarse los síntomas del agotamiento físico. Pero en la imaginación del pueblo Stalin tenía la edad de sus retratos. Ellos impusieron una presencia intemporal hasta en las remotas aldeas de la tundra. Su nombre estaba en todas partes: en las avenidas de Moscú y en la humilde oficina de telégrafos de Cheliuskin, una aldea situada más allá del círculo polar. Su imagen estaba en los edificios públicos, en las habitaciones privadas, en los rublos, en los sellos de correo y aun en las envolturas de las cosas de comer. Su estatua de Stalingrado tiene 70 metros de altura y medio metro de diámetro cada botón de su guerrera.

Lo mejor que puede decirse a su favor está esencialmente ligado a lo peor que puede decirse en contra suya: no hay nada en la Unión Soviética que no haya sido hecho por Stalin. Desde su muerte no se ha hecho otra cosa que desembrollar su sistema. Él controló personalmente las construcciones, la política, la administración, la moral privada, el arte, la lingüística, sin moverse de su oficina. Para asegurar el control absoluto de la producción centralizó la dirección de la industria en Moscú con un sistema de ministerios que, a su vez, estaban centralizados en un gabinete del Kremlin. Si una fábrica de Siberia necesitaba un repuesto producido por otra fábrica situada en la misma calle, tenía que hacer el pedido a Moscú a través de un complicado engranaje burocrático. La fábrica que producía los repuestos tenía que repetir los trámites para efectuar los despachos. Algunos pedidos no llegaron jamás. La tarde en que me explicaron en Moscú en qué consistía el sistema de Stalin yo no encontré un detalle que no tuviera un antecedente en la obra de Kafka.

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De viaje por los países socialistas: 90 días en la Cortina de Hierro (1978) es un compendio de crónicas deliciosas sobre el viaje que hiciera GGM en 1957. Fueron publicadas originalmente en las revistas Cromo (Colombia) y Momento (Venezuela).

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