lunes, 27 de septiembre de 2010

Acá entre nós: Triste papel

Morena Blue

Hoy saludo el triunfo de la democracia en Venezuela. La voluntad del pueblo se expresó en las urnas y, esta vez, todo el país participó. Sin entrar en detalles y ante la ineludible verdad de que el país es uno solo donde deben poder convivir los dos bandos, el resultado fue el mejor posible.

Sin embargo, duele reconocer que -una vez más- los testigos históricos, los protagonistas sociales, los voceros de la sociedad, hicieron un papelón, al punto de avergonzarme de la profesión que escogí.

Es cierto que el proceso comicial no estuvo libre de cuestionamientos. Por ejemplo, el retardo de muchas horas para dar los resultados fue inexplicable, habiéndose realizado una votación totalmente electrónica y automatizada.

Este comentario lo extiendo también a los protagonistas políticos: fueron muchas las declaraciones infelices que escuché, algunas de ellas casi salidas de una obra de teatro del absurdo, además de que, como es habitual, muchos de los actores parecían padecer diversos grados de autismo.

Pero no voy a hablar de los políticos. Para mí lo peor fue el decepcionante trabajo de los medios de comunicación social.

En este 26S los medios estatales sólo hicieron propaganda: omitieron a los candidatos de oposición y a todas las opiniones contrarias. No mostraron ni siquiera las voces (que sabemos que pueden gritar bien duro) de las personas comunes que se oponen al gobierno.

Mientras que los de oposición, insólitamente y por un único día, intentaron aparentar objetividad, pero con tal grado de ostentosa actuación que daba la impresión de estar viendo una parodia hollywoodiana.

Entretanto, desde el exterior, una empresa trasnacional de la comunicación hacía el trabajo verdaderamente sucio, desacreditando el proceso electoral y sembrando dudas de toda clase.

Lo que se decía a través de esa empresa trasnacional de comunicación, mientras en Venezuela se realizaba la votación, era profundamente sesgado y contradecía las declaraciones positivas que los periodistas de esa misma empresa recogieron de los observadores internacionales, voceros de las instituciones, analistas, etc.

Un reportero (que se tomó el tema de modo muy personal) entrevistó durante horas a testigos sin credibilidad, algunos de ellos con graves antecedentes judiciales (como cargos por corrupción) que cantaban fraude y decían “el régimen”.

Dadas las connotaciones del término, llamar al gobierno “el régimen” mientras se realiza una elección democrática es un contrasentido total, un absurdo y una falta de respeto al espectador.

Los entrevistados, atizados por el reportero, decían que el CNE (Consejo Nacional Electoral) era “un ministerio más” del gobierno de Hugo Chávez y cosas por el estilo.

Cualquier estudiante de comunicación social sabe que afirmaciones de este tipo no son admisibles, menos si no hay una aclaratoria por parte del periodista y una respuesta de la contraparte, como lo manda la ética.

Por su parte, agencias internacionales y medios de otros países, como los de Colombia –especialistas en el tema Venezuela-, echaban leña al fuego.

Desde el exterior, de forma irresponsable, se difundieron a lo largo del día –incluso antes- rumores sobre supuestos hechos de violencia, presiones contra los medios de oposición y otras mentiras, cuando fue una jornada ejemplar y pacífica.

La verdad es que, sistemáticamente, durante varias semanas previas a las legislativas de este domingo en Venezuela, desde el exterior se había dibujado a un país dominado por la violencia, el hampa y el autoritarismo.

Y no es que no sea de este modo en Venezuela: como ocurre en nuestra región, nuestros países padecen de todos esos males, los mismos que nos caracterizan como comunidad latinoamericana empobrecida, asimétrica, dependiente, paternalista, en fin...

Pero los periodistas sabemos muy bien que enfatizar éste o aquel aspecto es decisión entera del medio y de sus editores.

Mostrar sólo o predominantemente un lado de la historia, mientras el otro lado reiteradamente se minimiza, incluso valiéndose de falsas premisas, es usar técnicas de propaganda.

Es muy triste para mí, como periodista, ver cómo los medios son incapaces de informar con objetividad y mostrar los distintos enfoques de los hechos, o de al menos hacer el intento, al margen de sus posiciones políticas.

Los de oposición (venezolanos, extranjeros y trasnacionales), en vez de ayudar a crear conciencia entre la sociedad, en vez de contribuir a cicatrizar la fractura social cuya autoría le atribuyen a Chávez, hacen justamente lo opuesto:

Fortalecen las adjetivaciones despectivas, usan el cinismo, desprecian al contrario, expresan abiertas posiciones políticas, fabrican rumores y mentiras, aumentan la sensación de inseguridad y tensión social, desinforman.

En lugar de cumplir su rol de ayudar a construir país, mundo y, por ende, futuro para Venezuela y para la humanidad, se dedican a hacer propaganda.

Y los medios públicos, al no omitir su posición política, al no ofrecer una alternativa real para aquello a lo que se oponen, hacen exactamente lo mismo.

El ciudadano de a pie está indefenso a la hora de recoger información. Cada vez que lo hace es cooptado, bombardeado, manipulado. Los medios sólo dicen lo que sus directores ideológicos quieren, llámense dueños, empresarios o los políticos de turno.

Como siempre, desde que el mundo es mundo, el poder (económico, político) encuentra sus formas de imponerse.

Más allá del hecho de que el discurso político es vital para el ser humano, surgen otras interrogantes: ¿Los ciudadanos, cómo habremos de conocer la 'verdad' si no tenemos interlocutores ni testigos independientes? ¿Cómo habremos de formarnos una idea sobre algo si hemos de mirar siempre a través de cristales hechos a la medida de otros?

Es triste que los medios de comunicación tradicionales, los mismos que hemos puesto en un pedestal como adalides de la libertad, hayan quedado para servir de voceros de la propaganda de quienes se disputan el poder.

Qué triste es que todo esto ocurra justo cuando, a escala global, defendemos histéricamente esa cosa amorfa, indefinida y hasta mitológica que llamamos libertad de expresión.

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